¡Corrió solo y llegó segundo!

En 1988, el dictador Augusto Pinochet convocó a un plebiscito con el fin de que los chilenos ratificaran la continuación de su mandato; sin embargo, lo perdió. Casi el 60% de los votantes le DIJO NO A LA DICTADURA en un acto que le devolvió la democracia a Chile.

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Inolvidable. Solo algunos días después del plebiscito del 5 de octubre de 1988 que acabó con la dictadura de Augusto Pinochet, y en medio de una algarabía algo incrédula y desde luego cargada de miedo, el emblemático diario chileno Fortín Mapocho tituló: “¡Corrió solo y llegó segundo!”. Así se retrataba uno de los capítulos más épicos de la historia de Chile: la derrota en las urnas de una de las dictaduras más crueles de América Latina.

Esa portada evidenció el freno al intento del dictador de perpetuarse en el poder otros ocho años. Los chilenos votamos mayoritariamente NO en un plebiscito que Pinochet se vio forzado a convocar ante la presión internacional que reclamaba el carácter legal de su gobierno. Quince años antes, los militares bajo su mando habían asaltado el palacio presidencial de La Moneda interrumpiendo más de 160 años de vida republicana.

Estuve ahí para verlo. Viví en mi país la dictadura militar de Pinochet y lo que hicimos ese día tuvo un valor moral y emotivo que se tradujo en decirle NO a un régimen tirano. Mas, ese NO, fue afirmativo, un NO positivo. No en vano el eslogan de la campaña opositora fue: “Chile la alegría ya viene”, acompasado de otros como, “Sin odio, sin violencia, vota NO”.

Alguien me contó que Pinochet se retiró de La Moneda pasada la medianoche de ese 5 de octubre. Había concluido, minutos antes, la reunión de gabinete en la que todos sus ministros presentaron su renuncia. Alberto Cardemil, subsecretario (viceministro) del Ministerio del Interior, había entregado los últimos resultados en los cuales la dictadura reconocía el triunfo del NO.

El candidato único y ahora derrotado, estaba más solo que nunca. Probablemente fueron las horas en que, como nunca en 15 años, la dictadura estuvo más debilitada y aislada.

Yo, con 20 años recién cumplidos y orgulloso de haber ejercido por primera vez mi derecho al voto, aunque no fuese para elegir a nadie, oía atento y en mi casa los reportes de la radio, uno de los pocos medios que los tentáculos de la censura no habían logrado alcanzar. Mi madre caminaba inquieta entre la cocina y su dormitorio, más pendiente de mí que de lo que decía la voz de la radio.

En ambos, esa noche había sensaciones muy intensas. Mis 20 años seguro la tenían en vilo; como muchos, yo participaba activamente de los movimientos opositores al régimen.

Para ese momento, ya había estado preso y mi cuerpo llevaba los recuerdos de algunos balines policiales que las protestas callejeras nos dejaron a cientos. Pero claro, mi ansiedad y efervescencia no tenían nada que ver con las aprensiones de madre, aunque en el fondo ella también empezaba a celebrar que su país recuperaba la democracia. Eran las 9 de la noche y el vocero de gobierno no entregaba resultados definitivos.

Las semanas que antecedieron a ese día 5 de octubre darían material más que suficiente para un guion. De hecho la película NO, de Pablo Larraín, estrenada hace poco más de un año en Chile –y espero que próxima en llegar a Costa Rica– retrata uno de esos episodios: la campaña televisiva que nos mantuvo atados al televisor por un mes y que abrió una ventana de expresión y también de esperanza. Fueron 27 programas de 15 minutos cada uno transmitido todas las noches entre el 5 de setiembre y el 1.° de octubre de ese año.

La mayor preocupación era que el régimen impusiera un fraude a gran escala. Antecedentes había muchos. Desde la retención de cédulas de identidad en los días previos, hasta el corte de la electricidad que se produjo la noche del 4 de octubre en casi todo Chile. Incluso el Financial Times publicó los últimos días de setiembre que la dictadura chilena percibía su derrota.

Pero fue Washington el que devolvió irónicamente algo de tranquilidad. El Departamento de Estado convocó al embajador chileno en Estados Unidos, Hernán Felipe Errázuriz, y le señaló sus temores sobre la eventualidad de un fraude.

El gobierno de Pinochet terminó redactando una nota oficial en la que se comprometió a respetar el resultado de las urnas.

Ese miércoles 5 de octubre, madrugar se imponía. La filas de los recintos de votación se fueron alargando de forma tímida; sí, los chilenos no nos caracterizamos precisamente por la efusividad. Además, 15 años de dictadura pesaban en el espíritu y el rostro de la gente.

Llegué solo porque mi madre estaba inscrita en otro sitio y porque además hombres y mujeres sufragan por separado en Chile. Aclaro, esa definitivamente es una herencia decimonónica de nuestro sistema electoral.

El trámite fue rápido, la papeleta muy sencilla y cruzar la línea horizontal impresa con una vertical, un acto de fe enorme. Me gustó ver en mi voto un NO +, imagen que la campaña televisiva había explotado en alguno de sus programas. Recuperar mi cédula y entintar el dedo pulgar terminaron de coronar mi emoción.

Al salir caminé con menos miedo que al llegar pese a que los militares ahí seguían, los mismos que arrebataron la democracia y que ese día custodiaban su recuperación.

Un sol tan tímido como los votantes me abrazó y me dio valor. Los primeros días de octubre en Chile ya son de primavera, algo que agradece todo santiaguino que ha debido pasar casi tres meses de un invierno que suele ser tan rudo como las dictaduras.

Confieso que recuerdo una sensación de alegría y que las caras de los que antes en la fila parecían amurrados (chilenismo para describir a quien baja la cabeza y se obstina en no hablar) definitivamente mutaban.

Creo que fue oportuna la decisión consciente o no de quienes idearon la campaña opositora y promotora del NO. El tono festivo y alegre caló en todos nosotros y se notó. No había concentración callejera previa al plebiscito que no acabara con música, danza o cualquier otra expresión artística. A ratos, Santiago en octubre del ’88 parecía una evocación de París de mayo del ’68. Exagero, seguro sí.

Tal cual ocurrió con la caída del Muro de Berlín un año más tarde, la fuerza de la extroversión era directamente proporcional al tiempo en que estuvo reprimida. Y al igual que en la caída del Muro, la gente vivió el plebiscito como un regreso a la democracia, pero más diría yo, como una fiesta de la libertad, como el paso de la depresión a la alegría.

De regreso en casa, mi madre se deshizo en detalles para relatarme su paso por la urna. No cabe duda de que tanta labia fue la mejor forma de liberar ese deseo contenido de ejercer un acto democrático después de muchos años.

Para mí, en cambio, era la primera vez y muy a mi pesar, mi optimismo empezaba a declinar luego del éxtasis de las primeras horas de la mañana. Los reportes de la radio empezaban a dar crédito a tanta desconfianza acumulada.

Había versiones opuestas. Durante toda la mañana, chocaban los datos de constitución de mesas y solo a media tarde, el gobierno afirmaba que estaba el 100% funcionando. Esa discrepancia en la información abrió espacio para que los dirigentes del Comando del NO –como se llamó al equipo de líderes opositores– comenzaran a presionar a las autoridades.

A esa hora, los canales de televisión transmitían únicamente la versión oficial. Las entrevistas y opiniones eran solo para representantes del régimen. A tal punto llegó la situación, que Patricio Aylwin, vocero de los 16 partidos por el NO y el primer presidente electo que tuvo Chile tras la dictadura (1989), se comunicó telefónicamente con uno de los directores de una estación televisiva, para decirle que de continuar entregando información parcializada, los partidos opositores, a través de las radios, llamarían a desconectarse de las transmisiones de la televisión.

“Ustedes serán responsables, cuando se sepa que el NO ganó, del clima que se pueda producir”, le habría dicho Aylwin según se publicaría años después.

Eran las 9 de la noche y el vocero de gobierno no entregaba resultados definitivos. A esa altura, era evidente que el Gobierno postergaba los datos y la tensión naturalmente crecía. Los cómputos eran parciales y daban cuenta de un miserable 0,36% del total de las mesas receptoras de sufragios. El SÍ ganaba pero nadie se lo creía. Fue entonces cuando, en respuesta, el Comando del NO entregó sus propios resultados. Un 58,7% para el NO y un 41,3% para el SÍ.

Mi madre salió de su habitación atraída por el volumen del radio. Recuerdo que me miró con menos inquietud que en las horas previas, asumiendo quizás que el desenlace era garantía para dejarme en casa esa noche. “Felicidades”, me dijo, “ya puedes decir que vivirás en democracia”. La abracé.

A esa hora, según me contaría años después un académico de Historia de la Universidad Católica, donde yo estudiaba, Pinochet rezaba en la capilla de La Moneda.

Rezaba en solitario mientras su más cercano círculo debatía en una sala contigua como le diría lo que para esa hora era un resultado irreversible.

El NO había ganado y él, el candidato único, el único corredor, había llegado en segundo lugar.