Confesiones al pie de la tumba de Martín Karadagián

El titán de ‘Titanes en el ring’ no es el inquilino más célebre del cementerio de la Recoleta en Buenos Aires (saludos, Evita) pero sí el que motivó a un tico cuarentón a recordar, en la puerta de su mausoleo, los años en que el luchador armenio inspiraba a una generación de niños a plantarse frente al televisor de perilla y lanzarse desde los sillones.

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– Buenas, ¿me podría regalar un mapa del cementerio?

– Claro. Solo pedimos 50 pesos de contribución voluntaria.

– No hay problema.

– ¿Venís para ver a Evita?

– En realidad no. Vine por Martín Karadagián.

– Ah, vos sos de esos...

– ¿De cuáles?

– Es que de vez en cuando aparece alguien, especialmente hombres, preguntando dónde está la tumba de Martín, porque no está marcada en el mapa de las figuras más reconocidas que descansan en La Recoleta.

– Entonces sí soy de esos.

– ¿Y era conocido en tu país, Martín?

– Cuando yo era niño, sí. Claro que sí.

***

Es una tarde de domingo cualquiera, y como miles de niños más, mi atención absoluta es para la pantalla del televisor, pues está a punto de iniciar la emisión semanal de Titanes en el ring, el espectacular programa argentino de lucha libre. Puedo hacerme la imagen mental de aquella escena: el castigado sillón que mis hermanos y yo acaparábamos frente al chuzo de tele de perilla y 13 canales, el cual al apagarse quedaba con un brillante punto de luz en el centro de la pantalla al que le tomaba minutos para desaparecer. No había control remoto ni canales de cable, pero el tele era a colores, un lujo al que mis papás seguro le dedicaron más dinero de lo que la prudencia financiera de aquellos años de crisis exigía.

El programa empezaba con el clásico tema musical de los Titanes y la emoción se desbordaba en nuestra sala con la misma intensidad que la vivían los espectadores en el mítico Luna Park de Buenos Aires. Los combates eran teatrales, casi cómicos, pero para nosotros, los güilas, aquello era absolutamente creíble, trepidante, violento y hermoso.

Sobre la lona chocaban personajes estrambóticos y circenses, al estilo de Mr. Moto (con su clásica maniobra de hundir la rodilla en la espalda del adversario y girarle los brazos hacia atrás, cual manivela de motocicleta), el enigmático Hombre Vegetal, el poco ágil extraterrestre Saturno 20-21, el imponente Julio César (acompañado de Cleopatra), el debilucho Diablo, y las imparables Momias: la Blanca y la Negra (¿cuántos de ustedes replicaron en la escuela la mortal “clavícula voladora”?).

Sin embargo, se sabía que lo mejor siempre quedaba para el final. En el último combate del programa el público del Luna Park se ponía en pie y la ovación era obligatoria: entraba El Armenio, el cortito, el jefe de los luchadores y creador del programa, un tipo enfundado en un leotardo demasiado ajustado que poco disimulaba su abultado abdomen, el titán de cabello muy rubio para su barba tan oscura. Campeón mundial vitalicio, Martín Karadagián se aproximaba al ring rodeado de niños, bañado en loas y piropos: su porte mesiánico lo acercaba a la divinidad.

Sin ninguna precisión, ubico mis años frente a Titanes en el ring a inicios de la década de los 80, cuando estaba en el paso entre el kínder y la escuela. En aquel entonces los mejores años de Karadagián ya habían pasado: hijo de inmigrantes –padre armenio, madre española–, Martín desde niño se vinculó a la lucha grecorromana y en 1962 creó Titanes en el Ring, el show de peleas que fue un fenómeno de masas en Argentina y que luego se extendió al resto de Latinoamérica. Como dueño de la franquicia, Martín moldeó el show a su imagen y semejanza, por lo que su personaje era invencible: casi siempre ganaba sus combates, o bien lo más que el árbitro concedía muy de vez en cuando era un empate, solo para demostrar que el ídolo también tenía rasgos humanos.

La historia recuerda que el combate más memorable de Karadagián fue la final del campeonato de 1978, cuando se tranzó en una pelea extensa y sangrienta con La Momia. Los contendientes se dieron con todo (digamos) pero aún así Martín conservó su cinturón de campeón del mundo (más parecido a una faja con una medalla “de oro”) y fue levantado en hombros por los otros titanes, en medio de la algarabía planetaria. De esa pelea no tengo memoria, así como tampoco de la vez que los Titanes visitaron Costa Rica en los años 70 y se presentaron en el redondel de toros de Zapote.

Según recordó recientemente el abogado Karl Villalobos en el grupo de Facebook Fotos Antiguas de Costa Rica, en esa ocasión El Armenio se enfrentó con el popular político costarricense G.W. Villalobos, a quien al parecer se le fue la mano con “el realismo” y le arreó con todo al campeón, lo que deparó en un muy meritorio empate para el anecdótico excandidato presidencial.

***

Joaquín Sabina y Fito Páez, contra todos los pronósticos, lograron grabar un disco juntos. Genios los dos, el argentino meticuloso al extremo de la histeria y el español bohemio y caótico, apenas se toleraron lo suficiente para terminar Enemigos íntimos, una de las joyas escondidas del rock en castellano que muy pocos llegaron a apreciar porque sus autores se mandaron a la porra antes de irse juntos de gira y nunca lo promocionaron.

De las 14 canciones contenidas en ese álbum, 12 se crearon a medias. Sabina solo traía de previo su carta de amor a Madrid, Yo me bajo en Atocha, y Fito hizo lo propio con una canción terriblemente suya, un retrato descarnado, divertido y brutal de la ciudad argentina que recibió al rosarino cuando empezaba a hacer nombre. Buenos Aires es la banda sonora de la capital que le presta su nombre, y hace muchos años me prometí que, si alguna vez llegaba a visitar aquella urbe, tendría la canción de Fito en la cabeza.

Por eso, mientras cruzo el umbral del cementerio de la Recoleta, recuerdo la parte de la dichosa canción que dice que “En Buenos Aires viven muertos, muertos viven y no quiero más tanta resignación”, porque en esta ciudad los muertos importan tanto como los vivos (e incluso más, dependiendo del muerto).

Buenos Aires se precia de ser un destino por excelencia del “turismo funenario”, entendido como aquel que atrae visitantes interesados en el valor histórico y artístico de los camposantos. La capital argentina tiene dos cementerios especialmente significativos: Chacarita y Recoleta, cada uno con su “estrella”: el primero como sitio de reposo de Carlos Gardel, y el segundo como lugar de peregrinación de los devotos de Eva Duarte de Perón. Igualmente, ambos panteones tienen otros inquilinos de altísimo perfil (en Chacarita está el discreto nicho de Gustavo Adrián Cerati, en Recoleta buena parte de los próceres de la historia argentina).

En Recoleta también está Martín, el máximo titán del ring. Y a él es a quien vine a buscar en una soleada mañana de sábado.

Sitio por excelencia del turismo bonaerense, el cementerio de la Recoleta se fundó en 1822 en el distinguido barrio del mismo nombre. En sus más de cinco mil metros cuadrados de extensión descansan expresidentes, militares, artistas y ciudadanos distinguidos en mausoleos que reflejan mejores tiempos, esos en los que las familias de abolengo podían gastarse un dineral para enterrar a sus muertos en medio de la fanfarria más extravagante. Los estudiosos del arte y la arquitectura se sientan ahí por horas a contemplar las múltiples influencias que se conjugan, caóticas, en las interminables hileras de bóvedas, esculturas y mármoles: romana, griega, egipcia, medieval...

Los turistas se distribuyen de modo antojadizo por los pasillos del cementerio, algunos impulsados por el deseo expreso de visitar algún mausoleo en particular, otros sin ningún rumbo en específico, sabedores de que aquí las historias están de tumba de por medio. Solo leer las múltiples placas de bronce facilita reconstruir la vida de quienes ahí descansan, a partir de las palabras sentidas de sus seres queridos, excompañeros de oficina o amigos del equipo del barrio. Así se nota, por ejemplo, para el caso del boxeador Luis Ángel Firpo, el mítico campeón argentino al que la fama le dio tanto como para inspirar la creación de un club de fútbol en El Salvador.

Por curiosidad, o morbo, en la Recoleta hay historias imperdibles, como el de la joven Rufina Cambaceres, hija del escritor argentino Eugenio Cambaceres y la bailarina italiana Luisa Bacichi, quien murió a los 19 años, en 1902. Dice la leyenda que Rufina fue enterrada viva por error y por más de un siglo su drama ha alimentado mitos urbanos, poemas, documentales y canciones. Una escultura tamaño real de Rufina destaca en la entrada de su bóveda.

El mismo interés está en el mausoleo de Liliana Crociati de Szaszak, muchacha que murió en 1970 cuando el hotel en el que se hospedaba con su esposo, en Austria, fue aplastado por una avalancha. Sus afligidos padres construyeron una tumba de diseño neogótico, inusual en medio de la estética predominante en La Recoleta. La obra está decorada con una estatua en escala real de Liliana en su vestido de novia y acompañada de su perro, Sabu, así como una placa con un poema en italiano, creación de su padre.

Pero sin duda que el mayor atractivo del panteón es el mausoleo de la familia Duarte, donde descansa Santa Evita. Lo más cercano a una atracción turística tipo Disney, la visita de la morada final de la querida Primera Dama argentina pasa en un buen día por una larga cola de quienes pacientemente esperan a que otros visitantes fotografíen la bóveda que contiene los restos de Evita, la cual no se encuentra sobre uno de los pasillos principales y más amplios. Así, en medio de la estrechez la gente aguarda su turno, mientras guías turísticos explican en español e inglés la marca histórica de una de las mujeres más simbólicas de Latinoamérica.

Si bien Evita no era el objeto de mi visita a la Recoleta, tampoco iba a dejar ir la oportunidad de pasarle de cerca. Ocupo mi lugar en la fila, detrás de un matrimonio canadiense y delante de un grupo de turistas colombianos. A medida que avanzamos, pasito a pasito, pienso en cómo los mausoleos de la familia de Pedro J. Bengolea, de Enrique Martínez y familia, y de la familia de Nicolás M. Álvarez se convirtieron, a su pesar, en los segundos más visitados del lugar, gracias a su cercanía con el sitio final de Evita. Aún en la muerte no escogemos a nuestros vecinos.

Dejo atrás el tumulto y me enrumbo en pos de Martín. El mausoleo de la familia Karadagián no está muy lejos del de los Duarte, pero como bien me advirtió la guía de la entrada, la tumba del titán no es uno de los principales atractivos de la Recoleta, por lo que no está señalada en el mapa oficial. La voluntaria me marcó con bolígrafo por donde ella creía que podía encontrarla y así me fui, leyendo placas, revisando apellidos, inventando las historias detrás de cada flor seca. Finalmente di con él.

Martín Karadagián no tiene escultura en el cementerio, aunque sin duda la merece. Imagino que bien podría representársele en su ajustado leotardo, puños en alto y con una bota sobre el derrotado Diablo (se vale la alegoría religiosa, desde luego). Pero su bóveda es discreta, decorada solo por un par de placas, una parte de su esposa e hija que data de 1992, a un año de su muerte, y otra de la Colectividad Armenia de Flores. En el interior está el ataúd cubierto de polvo y una tela manchada por los años; un florero que hace homenaje a la idea de naturaleza muerta, y varias fotografías decoloradas del campeón. En el suelo, un mensaje escrito a lapicero de algún admirador. Parece que ha pasado un siglo desde la última vez que alguien dedicó algo de cariño al titán de titanes.

Me siento en el suelo y hablo con Martín. Le cuento que en Costa Rica aún hay gente que se acuerda de él, que le agradece lo que hizo. Le cuento también que cuando tenía cinco o seis años casi me quedo sin dientes lanzándome del sillón de la casa de mis papás con tal de imitar uno de sus movimientos y que en más de un problema me metí por tratar de aplicar mi versión de alguna de sus llaves en mis hermanos menores.

La confesión se ve interrumpida por una pareja de turistas holandeses, claramente extraviados en aquel rincón olvidado del cementerio. Son las únicas personas que pasan por ahí durante el tiempo que estoy con Martín y aprovecho para pedirles que me tomen una foto junto al ídolo. “¿De quién se trata?”, me pregunta la señora, más por cortesía que por legítimo interés. Le contesto que fue un gran luchador, un ídolo de las masas, un deportista y artista querido no solo en Argentina sino en toda América, casi como vendiéndole la relevancia del apellido Karadagián.

- OK, gracias por la información. ¿Le puedo hacer una pregunta?

-Claro, dígame.

- ¿Sabe dónde está Eva Perón?

- Sí. ¿Se la marco en su mapa?

***

En estos días volví a escuchar la voz de Martín. Fallecido en 1991, es poco el registro de calidad que queda en Internet de El Armenio, más allá de unos videos mal grabados en Youtube. Sin embargo, en Spotify encontré oro, pues están disponibles dos álbumes con los temas musicales de Titanes en el Ring, así como un mensaje de audio que en su momento grabó el ídolo que inspiraba a legiones de chiquillos de rodillas cholladas y zapatos ortopédicos a ser buenos, a comerse los vegetales, hacerle caso a sus mamás y enfrentarse a la maldad.

“Mis pequeños amigos, cuando yo era como ustedes soñaba con llegar a ser un gran campeón”, dice Karadagián. Y yo, que siempre le creí, puedo dar fe que lo logró. ¡Salud, galán!