Conectar con las raíces, sentir el caribe

Las comunidades rurales poseen un atractivo turístico que no se halla en ninguna otra parte: nos envuelven en una experiencia multisensorial que nos muestra nuestra propia historia y nos reconecta con la naturaleza.

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Vivir en el Valle Central es saber que, en el fondo, los papás ansían “volver al campo”, ver el verde aunque sea en un patio, tener una vida más sencilla. Por eso la Gran Área Metropolitana tiene casas y residenciales en los que tiene que haber aunque sea un poco de zacate.

A pesar de este anhelo, no es común que cuando salimos a turistear nos conectemos con esa vida de campo, con la sencillez que, se supone, compone al “tico de a de veras”. En las playas quizá la mayor contingencia a la que uno puede enfrentarse es que se acabe el hielo, en cambio, sobran los retos a vencer si decidimos salir de la zona de confort y visitar y aprender en los paseos.

Más que “turismo rural”, el país nos ofrece experiencias en comunidades que siguen conectadas con estas raíces, con personas que transitan el mundo sin tanta prisa y contagian un estado mental menos complejo.

En colaboración con el Instituto Costarricense de Turismo y como parte del programa Vamos a turistear, visitamos las comunidades de Yorkín y Rancho Grande, dos parajes del Caribe Sur auténticos, con solo la necesaria intervención de mano humana para garantizar una estadía acogedora.

Salimos hacia estos lugares el jueves 5 de mayo a las 6 a.m. A las 8:20 a.m, hora en la que normalmente yo estaría desayunando, un chofer del ICT, un fotógrafo de La Nación y yo estamos ya rodeados de platanares, chiras, palmeras y pequeñas casas cuyas antenas de televisión apuntan al sur, la misma dirección a la que vamos.

Los primeros kilómetros de la Ruta 32, la que lleva a Limón, nos recibieron con neblina, pero después del túnel del Zurquí, ya no había bruma. El sol golpeaba y hacía brillar las hojas de plátano. Hicimos una parada para comer, pero por el resto del camino nos siguieron acompañando los platanares y los racimos de banano envueltos en plástico azul.

TELIRE

Pasamos por el centro de Bribrí, una comunidad en donde los que hacen fila para entrar al banco son bribris, negros, ticos o panameños (o todo lo anterior). Como la obra de un alquimista, los pueblos fronterizos amalgaman distintos elementos y ahí yace su magia y valor.

Cuando al fin bajamos del carro, conseguimos provisiones en una pulpería en la que se hablaba del reciente gane de la Liga a Saprissa, mientras se bebían gaseosas con etiquetas de Panamá.

Caminamos unos minutos hacia el río Telire, a unos pocos metros de la frontera con Panamá, y ahí nos recibieron varios locales que, como nosotros, buscaban cualquier cabito de sombra para huir del sol.

Tras unos 40 minutos, llegaron los boteros. Como íbamos río arriba, tardamos 90 minutos, pero el viaje en el bote de cedro nos dio oportunidad de conocer a Prudencio Peterson, quien sería nuestro guía y quien ayudó a empujar en las partes en que usar el motor no era posible.

En el viaje en bote vimos más chiras y más verde: árboles de 20 metros y bejucos de 10, también varias aves de río. La galería forestal se extendió por todo el camino e incluso pudimos ver un paredón de roca con muchos colores. El choque de las placas tectónicas y los temblores y terremotos dejaron expuesto un segmento de una de las placas, en donde se apreciaban los colores de las distintas épocas que ha pasado esa tierra.

20 millones de años atrás, la compresión entre las placas tectónicas Cocos y Caribe crearon lo que hoy conocemos como Talamanca y su cordillera, la más antigua de Costa Rica.

Estábamos frente al origen de la cordillera más larga del país (180 km) y la que contiene las elevaciones más altas (el Cerro Chirripó y el Ventisqueros). Era el origen de todo lo que conocemos aquí como vida y por ello fue muy simbólico que el paredón expuesto sirviera de hogar a un grupo de murciélagos nocturnos.

Stibrawpa

El bote nos dejó cerca de la Escuela Rural de Yorkín, la comunidad que nos recibiría. Después de cruzar por los pasillos, llegamos al edificio de comedor de Stibrawpa, la reserva en donde nos hospedaríamos. Nos sirvieron pollo y chayote, papa, zanahoria y otros vegetales sancochados con una limonada y nos supo a gloria.

Después, caminamos por la propiedad en tre plantas de cacao, hasta llegar a una cabaña, en donde cada uno tendría una habitación.

Stibrawpa significa “Personas artesanas”. En 1992 tres mujeres indígenas, Bernarda, Aida y Pastora, se propusieron encontrar opciones de trabajo que no implicaran meterse en las bananeras. Su primer idea fue reunir las artesanías de varias personas para venderlas en Cahuita.

“Ellas tenían el impulso, pero no sabían de contabilidad”, nos dice Prudencio Peterson. Además, hacer artesanías y viajar hasta Cahuita implicaba muchos gastos. Era necesario impulsar algo desde el poblado.

La Asociación ANAI les dio apoyo y capacitaciones y les recomendó impulsar el turismo a la comunidad.

Las tres socias fundadoras de Stibrawpa decidieron incluir a más personas en el proyecto, conseguir facturas y construyeron la primera casa en 1996.

Construyeron un rancho cultural (con techo de hoja, como en la casa cónica) para recibir turistas, y más adelante, consiguieron botes y motores para que el viaje hasta allí fuera más factible.

La asociación también se encargó de construir un colegio para que los jóvenes continuara sus estudios. Aparte de las materias de bachillerato, tienen un profesor que les en seña su cultura. Entre la escuela y el colegio hay unos 80 estudiantes.

Aunque las mujeres son superadas en número por los hombres, ellas ocupan todos los cargos en la junta directiva de la asociación, en respeto a la cultura bribri, que se jerarquiza en matriarcados.

Los 32 miembros de Stibrawpa se distribuyen las ganancias equitativamente y compran bienes y servicios a la comunidad.

A través de llamadas directas o contactos con operarios locales, personas de Francia, Alemania y también estadounidenses y canadienses los visitan y pueden recibir hasta 70 personas. Es un público especializado, sí, pero al año reciben 1.300 visitantes.

Los bribri, o al menos los que nos recibieron, son muy abiertos a esclarecer cualquier duda sobre su forma de vivir, aunque hay preguntas que se contestan solas.

No se vale hablar de aldeas o tribus cuando lo que viven ellos día a día es producto del emprendimiento y de usar su cultura de respeto a la naturaleza como valor agregado en una experiencia turística 100% sostenible.

Prudencio nos dijo que es importante que “el consumidor sepa qué es lo que va a consumir” en un español incuestionable; el almuerzo que comimos, las frutas que probamos y el chocolate que bebimos luego, eran completamente orgánicos; el comedor, las cabañas y el rancho cultural se iluminan con páneles solares; no se pone más “artesanal” que esto.

CACAO

Esa tarde hicimos una caminata al río Eskuy. En el camino Prudencio nos mostró las plantaciones de cacao con las que consiguen parte del dinero para mantenerse.

La cosecha de cacao ocurre en dos periodos: de setiembre a diciembre y de mayo a junio. Por la época, pudimos probar el cacao recién abierto, las semillas tostadas y el chocolate hecho con agua hirviendo en un chorreador como el del café.

Justo antes de llegar al río vimos los primeros edificios que construyó la asociación. Estaban abandonados porque en el 2008, lluvias fuertes y un terremoto causaron que el río rebalsara y se llevara a su paso: ganado, casas, un acueducto y la escuela.

La edificación maltratada por aquel golpe es un recordatorio de la tragedia, pero también de cómo Stibrawpa logró levantarse de esa.

Para el 2010, con donaciones de amigos que habían visitado y mucho trabajo, lograron construir nuevas cabañas y un rancho cultural aún más grande.

Después de ver el río, regresamos al rancho a conversar sobre la cosmovisión de los bribri: la forma en que Sibö dejó en el mundo maíces de distintos colores, que explican los diferentes tonos de piel y cómo la casa cónica representa la construcción del mundo, todo mientras el sol se nos agotaba.

Cenamos unos deliciosos patacones y un puré de papa sabroso y nos fuimos a dormir a eso de las 8 p.m.

Al día siguiente, después de desayunar, probamos suerte tratando de ‘tejer’ las hojas para hacer un techo.

Minor Aguirre, nieto de Prudencio, nos explicó el modo y que solo en ciertas épocas del año se puede obtener este tipo de hoja.

Él también nos dejó probar suerte tirando con un arco hecho de madera de pejibaye, pero rápidamente quedó claro quiénes estaban jugando en casa.

A la hora del almuerzo, Minor se sentó a conversar en inglés con unos alemanes recién ingresados y se despidió de nosotros para irse con ellos a una catarata que, por falta de tiempo, no pudimos visitar.

No quería partir, pero ver una vez más las placas tectónicas me ilusionó. Además, tendríamos un gran zarpe.

RANCHO GRANDE

De regreso, en el centro de Bribri nos topamos con Luis Fonseca, que nos llevaría a una propiedad histórica.

El terreno perteneció a Don Silverio, pionero que llegó en la década de los 40 al lugar y luego repartió varias propiedades entre muchas personas, para conformar lo que ahora se conoce como Rancho Grande.

En la finca habitan varias familias y cada una recibe turismo. Ana Grisela Jiménez, pareja de Luis, nos comentó que el turismo empezó desde 1948. Nos lo contó mientras molía –con una piedra grande y sobre una piedra gigante– semillas de cacao para enseñarnos cómo hacen el chocolate.

Esa piedra la habían llevado ahí sus abuelos y luego nos ofreció un intento de moler nosotros mismos el cacao. Una vez más, aplicó la ventaja deportiva para los locales.

Grisela y Luis venden chocolate orgánico y tienen 20 sabores: naranja, canela, maní, menta, vainilla,... todos hechos con plantas que hay en la finca. Los venden bajo el nombre de su propio emprendimiento: Centro Cultural Adela - Cultura el Cacao.

Luis también nos enseñó sobre plantas medicinales que curan reumatismo, problemas en los riñones o la vesícula,... secretos que es mejor oír de su voz y en su modo amistoso.

Partimos el viernes 6 de mayo, a eso de las 5:15 p.m. En unas 30 horas habíamos ganado muchísimo conocimiento y experiencias, y en el proceso, nos hicimos amigos de gente que toma confianza y cariño pronto, gente fascinante, arraigada a su cultura ancestral, pero igual de entendida sobre el clásico del fútbol nacional.

En palabras de Prudencio, todos ellos, y todos nosotros, somos los administradores de la tierra de Sibö, solo que los amigos que hicimos nos van ganando por goleada.

Al regreso traté de dormir, pero la lluvia –y las dos tazas de chocolate que me había regalado Luis– no me dejaban más que dormitar.

Al cerrar los ojos imaginé de nuevo el paredón que mostraba las placas tectónicas, esa masa de piedra se empezó a formar hace 20 millones de años y seguro perdurará otros 20 más, cuando nosotros faltemos.

Recordé los colores del paredón y recordé cómo se sentía la brisa contra la piel cuando viajamos en el bote. Recordé una vez más lo frágil que es nuestra piel.