Comparto, ¿luego existo?

“Recibir este texto, fue como recibir un abrazo”.

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“Recibir este texto, fue como recibir un abrazo”. La frase la dijo Sherry Turkle para dar comienzo a su Charla en TED titulada ¿Conectados pero solos? Se excusó con humor, explicando la paradoja de celebrar un mensaje de texto de su hija deseándole suerte antes de una conferencia en la cual procuraría explicarnos por qué demasiados mensajes de texto podrían más bien ser causa de alienación, soledad y digámoslo así, “perdición”. No es precisamente novedoso el tema del agobio digital, harto conocidos son esos irónicamente virales videos de cómo cada vez nos vemos menos a los ojos por consumirnos en la seductora y brillante pantalla del teléfono.

Pero no me malinterprete: disto de ser amigo de estos escenarios extremistas y apocalípticos, prefiero apostar por el uso racional de cualquier herramienta que el ingenio de la humanidad haya puesto en mis manos, aunque acepto que a veces abuso de la máquina de café expreso que prepara una taza con solo apretar un botón. Hoy, frente a la hoja en blanco, es uno de esos días. “Podría ser la última Tinta Fresca”, me dijeron. “Todas podrían serlo”, contesté. Y preparé otro yodo.

“¿De qué te gustaría hablar?”. “De todo: pero no tengo ni el tiempo ni el espacio”. Ella se echó a reír y yo no pude reír con ella. Me dijo que me tomaba demasiado en serio, le contesté que ese sería el mayor de mis fracasos, sino de mis miedos. Y que sí, que a veces, recibir un mensaje de texto, es como recibir un abrazo. “No sé si entiendo qué es eso que hacés en Facebook”. La verdad es que yo tampoco.

Quisiera pensar que no comparto para existir aunque empiezo a entender que para algunos existo porque comparto. ¿Hay una contradicción filosófica y existencial en este devenir digital? Es probable. Yo prefiero no ahogarme en ella porque encuentro refugio y equilibrio en “la vida real” y, muy especialmente, en el contacto humano directo, sin edición de por medio: aleatorio, accidental, incómodo, espontáneo, no-instagrameable.

La web nos da demasiadas herramientas para distraernos y para evitar todo aquello que queremos evitar pero la vida misma está siempre ahí afuera (en la pulpe, en la soda, en la cancha, en la acera) y es todas y cada una de las veces infinitamente mejor. Por más seductora que pueda ser la idea de una maratón de Netflix nunca superará la emoción de darse de golpe con una de tantas personas que llegan a nuestra existencia para desordenarlo todo. “Somos accidentes aguardando su momento para ocurrir”, decía el poeta Yorke.

Quizá es por eso que me quedaron dando vueltas las palabras de Turkle cuando advirtió que entre tuit y tuit estamos perdiendo nuestra capacidad de reflexión, tal y como lo advertía el comediante Louis C.K. al explicar su desprecio por los móviles inteligentes. Louie decía que tanto miedo tenemos a “sentir” que preferimos simple y sencillamente “distraernos”. Es así como caemos en ese “estado de gracia” que Turkle describe como “estar acompañado, pero solo”. Mejor que conversar, conectar. Pero ¿conectarse a qué?

Créame que soy el primero en revisar cuanta red social existe tan pronto me topo una fila y que estoy convencido de que las herramientas digitales a nuestra disposición pueden ser campo fértil para acercarnos los unos a los otros. Pero de ahí a venerar la idea de una Siri con voz de Scarlett Johansson capaz de “entendernos” y “acompañarnos” me parece que hay todo un hospital psiquiátrico de por medio. No podemos llegar al punto en el que esperemos más de la tecnología que del prójimo porque entonces sí que estaremos solos y entonces sí que estaremos perdidos.