Chiriticos: de la travesía a la pertenencia

Miles de indígenas ngöbes cruzan la frontera entre Panamá y Costa Rica en cada cosecha de café. Muchos desarrollan un arraigo en nuestro país que, sin embargo, resulta en un limbo legal y social. Un proyecto pretende regular su situación y mejorar su futuro.

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La “nagua” –el batón amarillo– se tupe de vuelos en el cuello y los hombros, como recién florecida.

En sus bordes se entretejen rombos blancos, azules y rojos que se repiten también en la cintura y en el ruedo. En el rostro ovalado y moreno –tiznado más aún por el fogón que ahúma y chisporrotea– relucen dos ojos negrísimos y una melena lacia, oscura.

Es indígena ngöbe, mujer, madre de 6 y analfabeta. Hace 30 años su familia emigró de la región panameña de Chiriquí buscando la vida en las fincas costarricenses, sin papel alguno que diera fe de su identidad ni de su existencia siquiera.

“Nunca tuve cédula de Panamá ni de aquí. Van 3 años que no va hospital porque no tengo documentos”. Doña Lucrecia Martínez tiene 34 años y vive con sus hijos, esposo, nuera y nieta en un rancho construido en la finca que cuidan y siembran, en Los Ángeles de Sabalito de San Vito, cabecera de Coto Brus en Puntarenas. Yuca, frijoles, maíz y café, al calor abrasivo de un marzo sin viento.

Jairo, el hijo menor, tiene 8 años. En el alero tapado con un manteado de plástico negro, a la sombra de las 8 de la mañana, escurre su pantalón azul de la escuela. Entre risas corretea a un pavo por el patio reseco que precede el piso de tierra bajo el alero. Este precede también a otro piso de tierra: el de la casa.

Entre los tablones y las latas de cinc de segunda que les regalaron para construir su casa se atisba una desvencijada máquina con la que doña Lucrecia cose sus vestidos, las “naguas” coloridas y adornadas con motivos geométricos.

También se atisba un colchón sobre pilotes y reglas de madera, “chacras” –bolsos tejidos- y canastos tupidos de frijoles. El fogón, la pila y el baño están afuera, a la intemperie de la que defiende el manteado.

El pisoteo de Jairo viene de regreso: ahora es el pavo el que lo corretea. El menor de doña Lucrecia nació en el hospital de San Vito y no tuvo mayor problema en ser inscrito como costarricense. Los demás nacieron en la casa, con partera, por lo que la inscripción se complicó.

Cirilo. Tiene 12 años y en la fotografía se lo ve trabajando en la repela del café ayudando a su familia. | LUCAS ITURRIZA PARA LA NACIÓN.

Dina, Rolando y Daisy nacieron en Costa Rica pero fueron inscritos en Panamá aprovechando una reforma para población indígena lanzada por la presidenta canalera Mireya Moscoso a inicios de siglo.

Roy y Benjamín, en cambio, fueron inscritos recién el año pasado gracias a un proyecto de Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) que ha contado con el apoyo del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). La iniciativa ha tomado el nombre de Chiriticos, como se les llama a los panameños de Chiriquí asentados en Costa Rica, o a costarricenses como Jairo, que tienen ascendencia chiricana.

El proyecto inclusive logró sumar al trabajo al Tribunal Electoral panameño, con el fin de que juntos saquen del limbo y del riesgo de apatridia –no ser ciudadanos de ningún país- a miles de indígenas de la comunidad Ngöbe Buglé que viven o trabajan en Costa Rica.

Cruzados por la frontera

De Bocas del Toro a David, de Sixaola a Punta Burica, de un océano al otro; en la línea divisoria entre Costa Rica y Panamá, burlando el tratado fronterizo que no les tomó parecer; en la laxa frontera punteada de los mapas abundan pueblos sedentarios de la comunidad Ngöbe Buglé, un grupo indígena mayoritariamente asentado en Panamá, en su Comarca, y con territorios de reserva en el sur de Costa Rica.

Además de estas comunidades asentadas, abundan clanes familiares nómadas que se desplazan de un país a otro aprovechando las cosechas y los trabajos de temporada en Coto Brus, en la provincia de Puntarenas; Zona de los Santos, en San José; Sixaola, en Limón; e incluso adentrándose, rumbo noroeste, hasta comunidades como Naranjo, en Alajuela.

Algunas de esas familias echan raíces de este lado de la frontera, otras van dejando los ombligos de nuevos miembros junto a los mismos sembradíos que cosechan.

En muchos casos corren riesgo de apatridia, de la no pertenencia a ningún país –ni Panamá ni Costa Rica– lo que mina decenas de derechos humanos fundamentales. El de la salud y la educación, por ejemplo. El del voto, para sumar otro, si hacía falta.

La oficina migrante

El paisaje es asfalto negro azulado y cielo azul celeste. Las montañas verdes, los sembradíos amarillentos y la tierra ocre se suceden en una curva sí y en otra también. Luego viene la calle de lastre pálido, la nube de polvo que opaca el camino, el brincoteo y el zigzagueo que se hermanan.

Cristian Morera conduce la moto a lo largo de pequeños pueblos fronterizos en Sabalito de San Vito, como quien se conduce por el patio de su casa.

Después de cuarenta minutos: un rancho lejano, una familia que lo conoce y el correteo de niños que ayudó a registrar. Otros cuarenta minutos, una hora: otra casa. Muchas historias en cada una. Sol amoldando las sombras. Nunca viento.

Jorge Gerardo y su hermano Juan Diego junto a su madre Teresa Sánchez, una familia de bajos recursos. | LUCAS ITURRIZA PARA LN.

La moto es una de las inversiones con las que el ACNUR apoya el trabajo del Tribunal Supremo de Elecciones para que este realice visitas finca por finca, casa por casa. Atendiendo preguntas, haciendo preguntas. Llevando papeles, trayendo papeles.

Cristian –estudiante de Trabajo Social– es el enlace directo entre migrantes sin papeles y el aparato estatal e instancias internacionales.

En el 2014 la oficina regional del TSE en Coto Brus inició un proyecto pionero que acabaría por llamarse Chiriticos. Ese trabajo era ajeno a las responsabilidades que le atañen al Tribunal, pero no a sus competencias.

Carlos Salazar, director de la oficina local, empujó el proyecto ante un problema concreto que no solucionaban con su trabajo cotidiano: la falta de registro de niños menores de edad hijos de trabajadores de las fincas de café, la mayoría de ellos migrantes ngöbes de Chiriquí.

“Viendo la necesidad comenzamos a visitar fincas como una proyección de la oficina. No era aún un proyecto ni era una función propia nuestra. Estábamos rompiendo con el esquema del servicio.

Estábamos llevando el servicio a la casa o a las comunidades de los que lo necesitaban”, explica Salazar en las oficinas del TSE en San Vito, al calor de un mediodía sin aire acondicionado ni ventiladores.

“En el 2014 empezamos a trabajar de esa forma. No existía ningún plan para hacer este tipo de programas. Iniciamos buscando personas con esta necesidad, sobre todo en la población indígena, que era la más afectada. Y una población aún más específica: no el indígena que vive en una reserva, no, sino aquella persona que por su condición de migrante está unos meses en Coto Brus y otros meses en San Marcos de Tarrazú, otros meses en Alajuela y regresa”, detalla.

“Durante ese trayecto vienen mujeres embarazadas y muchos niños nacen en Costa Rica. Ellos recorren el país en esa travesía y regresan a sus lugares. Obviamente no van inscritos, lo que hace que se violente el derecho de ser costarricenses”.

Ya para noviembre del 2014 el Tribunal consiguió el apoyo de ACNUR, lo que permitió contar con un vehículo –la moto–, más equipo y sumar a Cristian al equipo.

Yaribeth Jiménez, de 14 años de edad, es estudiante de secundaria y se dedica a realizar trajes típicos y artesanías para poder recaudar dinero y continuar con sus estudios. Lucas Iturriza para LN.

Luego se establecieron nexos con el tribunal homólogo panameño y se crearon protocolos para normalizar la situación de panameños indocumentados, hijos y nietos nacidos en Costa Rica, y demás variaciones azarosas.

“Estar indocumentado en un país hace que esa persona no pueda ejercer sus derechos a una vida digna, saludable… la educación, los beneficios sociales. Y lo más importante: el derecho a ser identificado como ciudadano de una nación”, repasa Salazar, quien antes de todo esto ya lo tenía claro: no se trata de trámites, sino de Derechos Humanos.

“Yo era nada, no era persona”

El último trecho es a pie, bajando una colina empinada en medio de sembradíos. El sol repica en vertical y una gallina se guarece bajo los tablones de madera del piso de la casa. En la Fila Rosario, en San Miguel de Sabalito, don Martín Andrade se mantiene recostado a los tablones de su casa, sobre su única pierna, junto a una hamaca en la puerta de la que ha sido su vivienda desde hace 21 años. En tanto, su esposa, hijos y nietos se asoman tímidos, sin chistar.

Don Martín organiza una reunión con trabajadores ngöbes cada semana, en el galerón que alguno de los vecinos preste, solidario. Ellos o sus hijos o sus nietos padecen de algún problema ante la falta de papeles, como Martín padecía.

En sus reuniones conversan, discuten, comparten experiencias, se acercan al Tribunal, insisten.

Juntos refuerzan los lazos que las migraciones rompen o que, cuando menos, dejan tilintes.

Gracias a su insistencia consiguió sus propios documentos, reafirmó su identidad y gestionó la nacionalidad costarricense para hijos y nietos nacidos en Costa Rica y que, por no tener él documentos, ellos tampoco los tenían.

Benjamín Tiene 10 años, es hijo de Lucrecia y nunca había podido acceder a la beca estudiantil por no ser costarricense ni tener cédula. | LUCAS ITURRIZA.

Don Martín recuerda haber llegado a Conte Burica cuando tenía 6 años. “Yo era nada, no era persona. Yo no tenía documento panameño ni tico. Me vine sin nada, porque me trajeron. La gente antes muy poco procupaba en eso, registrar a los güilas, en ese tiempo. Como era la montaña antes, muy poco llegaban los indígenas y nosotros muy poco pasábamos donde los blancos, así me criaron. Y pulsió de a dos lados, para sacar y nunca pude”.

Allá donde iba, le llamaban extranjero. Pero nunca más.

Pertenencia a la tierra

Cada setiembre inicia una particular peregrinación sureña: hasta 15.000 indígenas del grupo Ngöbe Buglé cruzan la frontera entre Panamá y Costa Rica llamados por la maduración del grano del café en las fincas ticas.

Hace 35 años, cuando Félix Vásquez andaba aún de pantalones cortos, conoció a Bernabé y Feliciano, los primeros indígenas ngöbes que veía en su vida.

Vásquez nació en Atenas de Alajuela hace 44 años, y apenas empezaba a caminar cuando su familia se mudó a Coto Brus: su papá compró una finca en San Antonio de Sabalito, para trabajar.

“En ese momento el boom era muy grande sobre el café, y él se dedicó a eso y a tener unas vaquitas de leche. Yo puedo decir que soy de acá, aunque no haya nacido acá”, añade, migrante como todos.

Bernabé y Feliciano se quedaron una cosecha, y al año siguiente trajeron a una familia cada uno.

“De ahí en adelante fue algo importante la mano de obra indígena en la recolección de café.

Pasamos de dos personas a que la finca de nosotros toda la mano de obra sea indígena. Yo tengo en cosecha como a unos 15, otros hermanos que tienen más café pueden andar por unos 80. La mayor parte panameños, con muchos problemas de cedulación, sin papeles, algunos nacidos ahí en la finca”.

Vásquez y otros finqueros se han convertido en bastiones que apoyan el trabajo del TSE. Ellos han ayudado al Tribunal a registrar a sus trabajadores e incluso han fungido como testigos ante nacimiento ocurridos en sus fincas.

“Mucha gente se desentiende. Pero yo creo que son seres humanos que valen lo mismo que valgo yo. Y ellos tienen todos los derechos que tengo yo”, defiende. “Usted no se da cuenta cuando están embarazadas, por esa bata. Yo he llegado a la casa de ellos y cuál es la sorpresa de que me dice el señor: –Al niño que está ahí le puse Félix. ¿Cómo, cómo que al niño que está ahí? –Sí, pase para que lo conozca, anoche la señora parió. Y uno pasa y ve, ¡como caído del cielo!, otra persona en la familia, de la noche a la mañana”.

Aunque los precios de la cajuela han bajado hasta quedar casi al ras con los costos de producción, Vásquez no abandona su faena aunque, en ocasiones, ha dudado. “Hace un tiempo yo estaba muy indeciso: no sabía si continuar en esta situación. Pero viendo a la gente alrededor vi que había mucha que bien que mal comía de la caficultura. Me dio un poco de coraje y continué, pero son tiempos difíciles en Coto Brus”.

En esos tiempos, además, Félix Vásquez está apoyando los trámites de unos cinco niños nacidos en su finca. Uno de ellos, en su honor bautizado Félix.

Jose Abrego, de 5 años, acompaña a su abuela al río a lavar ropa; mientras ella hace su labor, él aprovecha para jugar un rato. Lucas Iturriza.

***

“Aquí no tengo familia, mis abuelos, mis tíos no los conozco. Nací allaaaá, en buglé, casa chiquitilla con mamá, según decían. Familia venía coger café. Yo me quedé aquí”.

Doña Lucrecia Martínez espera con ansias que le envíen, desde su natal Panamá, sus documentos de identidad. Cristian, del Tribunal, anota y promete averiguarle la fecha en que llegarán. Con ellos podrá abrir una cuenta bancaria en donde le depositen la beca de los niños y también podrá continuar yendo al hospital para planificar con inyecciones, sin miedo a que la rechacen.

El sol sigue tupido, asomado por entre ninguna nube. No hay viento que mueva el manteado convertido en techo en el alero ni que desvíe de su rumbo vertical el humo del fogón. A doña Lucrecia hace un año le pusieron agua potable y luz eléctrica en su casa, pero entre borbotones bailan un par de mazorcas en una olla, aún en el fuego que la leña engorda.

El pantalón de escuela, ahumado, no se mueve. No hay viento que mesa la ropa tendida.

“Nunca fui escuela. Ni sabe ler ni ecribir. De pequeña hasta que hice grande, nunca. Pero curso de estudio de adultos pensaba yo matricular, para aprenda”.

Su afán ahora recae en que sus hijos no desaprovechen la oportunidad de estudiar que ella nunca tuvo, pero con la que ahora coquetea.

“Como yo digo a mi chiquillos: aquí nosotros no tenemos nada, no tenemos tierra, no tenemos cómo ubicar ellos. Pero es importante dar los estudios a ellos. Por lo meno. Aunque no tengan nada, que nadie los trate de inútil”.

Doña Lucrecia se pone de pie, se despide, vuelve al fogón.

La moto de Cristian levanta el lastre y detona la polvareda de Los Ángeles de Sabalito de San Vito de Coto Brus, a tiro de piedra de Panamá.

Cualquiera diría que inventa el viento.