Aventureros de la paz

El Cuerpo de Paz, organización del gobierno de Estados Unidos que promueve el desarrollo de comunidades rurales y la enseñanza del inglés, alcanzó medio siglo de estar en Costa Rica.

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La noticia los tomó por sorpresa. Compraron los tiquetes de avión para el 28 de febrero del 2011 y volaron de Estados Unidos a Costa Rica. Se trata de dos de los tantos voluntarios del Cuerpo de Paz que, desde hace 50 años, han venido al país para servir a diversas comunidades.

Cada una de estas personas tiene su trabajo o ha terminado ya sus estudios universitarios y se prepara para ingresar al ámbito laboral. Un año atrás, quizá más, habían aplicado para ser voluntarios del Cuerpo de Paz, agencia federal estadounidense que ayuda a países en vías de desarrollo. Entonces no sabían si iban a ser admitidos, ni mucho menos adónde serían enviados.

Hasta que un buen día recibieron en sus correos un mensaje esperado y desconcertante a la vez. Su aplicación había sido aceptada y debían dar una respuesta que afirmara o rechazara la adhesión formal a la institución.

Convicción

Era octubre del 2010. Stephen Lanning laboraba en una prestigiosa empresa financiera y de consultoría. Ingeniero informático con conocimientos especializados en la materia, era de mucha utilidad en su departamento. Tenía, además, un excelente salario, pero un corazón inquieto por no poder hallarle un sentido más profundo en su labor.

“Yo mantenía una insatisfacción por la desconexión del producto de la empresa. Era un negocio financiero que ayudaba a gente opulenta a ahorrar dinero; yo quería ayudar a mejorar la calidad de vida de las personas, no a hacerlas más millonarias”, recuerda Lanning. Su esposa Melinda trabajaba como terapista mental con niños y jóvenes de Oakland, California .

Revisando entre sus más preciados recuerdos, Stephen trajo a la memoria a su prima, quien hace 15 años había partido a Gambia, en África, para servir como voluntaria de los Cuerpos de Paz. El recuerdo tocó su corazón y lo hizo brincar de emoción.

“Renuncié”, dice alargando la última vocal. Contra todo vaticinio, la empresa corrió a buscar un reemplazo y pronto Stephen lo puso al tanto de los conocimientos técnicos que manejaba. Sin embargo, pasaban los días del preaviso y ningún correo del Cuerpo de Paz en su bandeja de entrada le daba seguridad de su nuevo destino. Fue una situación angustiante hasta que por fin, en diciembre, llegó la noticia que lo hizo respirar y temblar a la vez. “Cuando aplicamos, dije que me gustaría vivir en África. Pero en las preferencias también pusimos Latinoamérica y el Caribe”.

Y les tocaron los tres destinos. Después de varios meses de entrenamiento en Heredia, mandaron a los Lanning a Hone Creek en Limón, un pueblo diferente a lo que mostraban los videos turísticos sobre Costa Rica en Estados Unidos, pero que casualmente reunía las tres preferencias que habían puesto en la fórmula de aplicación.

Entre malekus

Estadounidense de nacimiento, pero africana de tradición, Biiftu Abajebel es una joven musulmana de 29 años con sangre etíope bajo su negra tez. Comenzó su trabajo en los Cuerpos de Paz mucho antes que cualquiera en el grupo Tico22. Tras su estadía de seis meses en Níger, fue enviada a Costa Rica.

Al igual que los otros 24 voluntarios, se le asignó un proyecto dentro de los cuatro ejes que maneja el Cuerpo de Paz en Costa Rica: desarrollo rural comunitario, desarrollo económico, desarrollo juvenil y enseñanza de inglés.

Así, con la etiqueta de desarrollo rural comunitario, la enviaron a Guatuso, donde le tocó subir y bajar las verdes colinas vacunas de la zona norte cual montaña rusa. Luego, se metió calle adentro hasta los palenques Margarita, del Sol y Tonjibe, de la reserva indígena maleku.

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“Cuando llegué, me mandaron a una casa muy cómoda en Palenque Margarita, pero yo preferí venir al Sol, para vivir como viven los de acá”, rememora Biiftu, quien, al igual que los otros voluntarios, pasó los primeros seis meses de adaptación en casa de una familia vecina.

Una de las reglas del Cuerpo de Paz es que los voluntarios deban vivir con una familia y después, si gustan, pueden prolongar su hospedaje cuanto quieran o alquilar por cuenta propia. Esto tiene el fin de que se incorporen al ambiente de la comunidad y vivan como lo hacen los residentes del lugar.

Así que, pasados los seis meses, fuertemente identificada con Palenque del Sol –la comunidad más pobre y pequeña de las tres que conforman reserva– Biiftu se fue a vivir entre los malekus. A dos casas de la escuela, alquila una casita por ¢35.000, básicamente un cubo de madera y lata donde se distinguen tres aposentos: dormitorio, sala de estudio y cocina. Le quedan así ¢165.000 del estipendio mensual que recibe del gobierno estadounidense.

La luz se cuela por una gran ventana que da a la pequeña biblioteca de Biiftu. Sobre los libros, penden de una cuerda algunos dibujos hechos por niños de la comunidad. “ Alo viu Biftu ”, dice uno con letras asimétricas.

Mufasa, su gata, llora de hambre y Biiftu le alcanza un plato que pone al lado de la alfombra donde reza. Si bien los musulmanes rezan cinco veces al día, ella Biiftu no usa hiyab y solo reza cuando quiere. “Soy no tan religiosa”, explica.

“Me gusta visitar la iglesia evangélica aunque saben que soy de otra religión”, afirma la volunta-ria. Allí comenzó a trabajar con los jóvenes y mujeres del palenque, pintando murales, actividad que siguió en la escuela.

Una ‘activista’

Justamente, esta escuela unidocente es el sitio de mayor trabajo para Biiftu. Este año hay 31 alumnos, un récord de asistencia, pues en sus tres años de fundada, ha funcionado con 22 en los seis niveles que imparte.

Biiftu no solo da lecciones de inglés cuando el profesor –y director– Ólger Marín termina sus clases. También preside la Junta de Educación de la Escuela de Palenque del Sol, desde donde ha impulsado algunos proyectos por los que es reconocida en la comunidad.

“Ella sale a pescar, siembra hortalizas, hace pan con nosotras. Nunca dice que no a nada”, comenta María Liliam Chita Silva, del Grupo de mujeres Karonjo, integrado por artesanas emprendedoras que buscan mayores posibilidades de mercadear sus productos.

“Biiftu está en todas; ha conseguido cosas importantes para el centro educativo, ha promovido el deporte y obtuvo un fondo para construir un comedor escolar”, asevera Odir Blanco, vecino de Palenque del Sol.

Los vecinos recuerdan la vez en que se canceló la mejenga diaria en la plaza porque se había estallado la bola. Biiftu se fue a la Municipalidad con una carta a pedir un balón nuevo y al día siguiente estaban jugando otra vez.

“Aquí conozco a todos; en Nueva York no conozco ni a la gente de mi propio edificio”, dice sonriendo.

Más obras

Tanto Biiftu como Stephen Lanning y su esposa terminan su voluntariado el 12 de mayo de este año, y tanto Palenque del Sol para Biiftu, como Hone Creek para este matrimonio, han llegado a ser más que un lugar de trabajo.

La pareja estadounidense ha emprendido labores muy singulares en el sitio. Por ejemplo, la implementación de un proyecto de paneles solares en las oficinas del Corredor Biológico de Talamanca , lo cual convirtió este punto en un referente tecnológico ambiental en la zona.

Además, han ayudado en la recolección de residuos sólidos por medio de una campaña de educación comunitaria y embalaje de botellas, plástico, cartón y vidrio en un centro de transferencia de la región. Así recogen entre 20 y 25 toneladas de material al mes.

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Otra de sus obras fue la gestión de fondos para un proyecto escolar de un grupo de padres de la escuela de Hone Creek. Lograron una subvención de $5.000 para poner pisos de cerámica en nueve aulas, y cubrir con pintura muchas de estas.

“Nos sentimos muy unidos con la comunidad. Somos los tíos y tías gringos, las hijas e hijos de ticos. Tenemos muchas caras, pero somos parte de Hone Creek”, afirma Lanning orgulloso.

Los lunes, martes y miércoles se reúnen con los niños y jóvenes de la comunidad en un garaje que alguna vez funcionó como pulpería. Se sientan y escuchan a Melinda, quien señala palabras en inglés escritas con marcador negro en una pequeñísima pizarra acrílica.

–¿Qué significa la palabra pillows ?, interroga Stephen.

–¡¿Pelos?!, responde titubeante uno de los estudiantes.

–No, pelos no. Es almohada, lo corrige.

“En la escuela nos dan clases de inglés, pero preferimos las de Melinda”, gritan a coro los niños.

Se acaba el tiempo

Al anochecer, Stephen y Melinda se van al Yué (“laurel” en bribri), un hostal de retiro administrado por Rosa Emilia Cruz. Ella aceptó albergar a la pareja en su casa, cuando nadie de la comunidad se ofreció a hacerlo.

“Son personas que vienen a hacernos bien y tenemos que abrirles las puertas”, dice Cruz.

“Me llevo de Hone Creek mucho amor”, comenta Stephen. “Todavía tengo un poco de miedo de no conseguir un trabajo que me dé estabilidad financiera, pero tengo más miedo de no seguir a mi corazón”, agrega.

Para estos tres voluntarios, la vivencia del voluntariado marca un antes y un después en sus vidas. Ya no son los mismos pues este intercambio cultural los ha hecho pensar en lo que viene.

Biiftu, quien había estudiado relaciones internacionales en Nueva York, ahora se siente más inclinada hacia la psicología infantil, y Stephen, que sirvió por diez años como ingeniero en sistemas, ahora anhela terminar con el hambre y usar las energías renovables contra el cambio climático.

Supieron renunciar a sus comodidades para venir a Costa Rica y, al hacerlo, descubrieron otras aspiraciones vocacionales tan fuertes como el sentido de sus vidas.