Christian Bolaños: Todo empezó en una alameda de Hatillo

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Cada tarde, como un piloto italiano, José Manuel Bolaños recorría las calles josefinas a bordo de su Vespa roja. Bajo el sol o la lluvia, el esforzado mensajero le robaba metros al asfalto con tal de ver cumplido el sueño de sus hijos.

En el asiento trasero, abrazado a su cintura venía Christian, el menor de ellos. Delgado, bajito, de cabello rizado y sonrisa eterna, Checho salía de la escuela Jorge Debravo, en Hatillo, sin más idea en mente que una pelota.

Ya no era la improvisada pelota de masking tape con el que él, Jonathan y José Pablo, sus hermanos mayores, destrozaban cuanto adorno había en la casa e intentaban remendarlo antes de que sus padres regresaran del trabajo.

Ahora perseguía por las canchas de La Sabana un balón oficial y vestía los colores del mismo Deportivo Saprissa que don José manuel les enseñó a amar.

No es que antes no los haya vestido. En una versión más humilde, los usaba casi en cada mejenga que se armaba a diario en el parquecito de su alameda en Hatillo 8.

Ahí, 15 contra 15, la chiquillada del barrio jugaba hasta el anochecer o hasta que la pelota embarrialada destrozaba alguna ventana vecina que los Bolaños siempre terminaban pagando.

Ahí, bajo los marcos del bambú que todos iban a cortar a la ribera de los ríos, Christian hizo del fútbol su vía para escapar de las drogas y la delincuencia que lo rodeaban.

Desde los seis años eligió sortear a todos en las canchas, valerse de su cuerpo menudo para escabullirse entre rivales dos veces más grandes o mayores. Al menos ahí no le servía que lo creyeran débil.

“Como era el más pequeño de la casa, pasaba llorando, soltaba el llanto por cualquier cosita que Pablo y yo le hacíamos, entonces, teníamos que dejar que nos pegara o prestarle nuestras cosas para que no llorará más y no nos regañaran”, recuerda Jonathan.

Mas la astucia no alcanzaba para salvarlo de la venganza de sus hermanos mayores que, por la noche, escondidos entre las cortinas, se daban gusto asustando al cumiche en medio de la oscuridad a la que desde entonces le tiene pavor.

Siempre sereno. Su madre lo bautizó Checho, el mismo día que decidió cambiarle el nombre a sus tres hijos. Pero el cariñoso apodo familiar no fue lo único que heredó de ella. Tiene su sonrisa perenne, su imperturbable buen humor y el cabello ensortijado y la nariz chata de sus raíces afrocaribeñas.

“Nunca se enoja, nunca. Creíamos que cuando se casara iba a llevarse los primeros colerones, pero nada, siempre anda de buen ánimo”, añade el hermano mayor.

En la escuela y el Liceo Roberto Brenes Mesén fue un estudiante de media tabla, de los nueve años que estudió solo una vez fue al repechaje de convocatorias.

Bien portado y sin más novia que quien hoy es su esposa –Jazmín Salas–, su principal travesura de infancia la gestó y ejecutó solo, y solo sufrió también las consecuencias.

“Una vez consiguió las partes y, con mucho esfuerzo, logró armarse una bicicleta, pero lo primero que hizo fue irse a La Sabana sin permiso. Lo buscamos por todo lado y cuando apareció lo fuimos a traer para castigarlo. Hasta ahí llegó la bicicleta”, cuenta doña Miriam.

Amigo de la música, el baile, las bromas y comer poco, el alma se le paseaba por el cuerpo cuando se sentaba a la mesa. Memorable es aún entre los Bolaños, aquella tarde en que fue dejando el trozo de carne para el final y, en un descuido, fue la perra de la casa quien terminó almorzándolo.

Semejante ritual alimentario, sumado a su marcada afición por los confites y chicles, explican el porqué de la figura menuda que tuvo hasta entrada la adolescencia.

Pero lo que le faltaba en corpulencia, le sobraba en voluntad. Empeñado en seguir los pasos de su hermano mayor, se metió al equipo del barrio y, cansado de quedar fuera en todos los torneos, le pidió a su papá que lo llevara al mosco de Saprissa. Y don José, moradísimo como era, no lo pensó para agarrar la motocicleta y salir volando a cumplirle el sueño a su hijo.