Brasil 2014: Cómo las glorias de la Sele dejaron de ser pasadas y ajenas

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La periodista Gloriana Corrales tenía nueve meses de edad cuando la Selección Nacional clasificó por primera vez a octavos de final de un mundial de futbol. En su memoria no existen recuerdos sobre la celebración que se apoderó de Costa Rica entera 24 años atrás. Por eso, asegura que la clasificación de los actuales seleccionados la estremeció por completo.

Este es su relato:

Hasta hace un mes, yo era de esas personas que se lamentaban por haberse perdido el eclipse total de sol, el concierto de los Derechos Humanos y, muy especialmente, Italia 90.

No recuerdo haber escuchado los gallos cantar a las 2 p. m., ni ver los postes de luz encenderse en lo que normalmente sería plena luz del día. Jamás escuché a Bruce Springsteen en el Estadio Nacional. Es más, nunca entré al viejo estadio. Las hazañas de Juan Cayasso, Hernán Medford, Róger Flores y Gabelo Conejo las sé porque me las contaron.

Era irreparable. Hasta el 20 de junio, estaba segura de que una constancia de nacimiento fechada a finales de 1989 era una completa singraciada.

Pese a todo, soy la que llegó ojerosa al colegio porque trasnoché para ver los únicos tres partidos que jugó Costa Rica en Korea-Japón 2002. La ilusión de aquello que para mí era un hecho inédito se me acabó muy pronto; lo único que me quedó en la memoria fue la imagen de Ronaldo corriendo hacia un Érick Lonis hincado, y un marcador abultado en la parte superior de la pantalla de uno de aquellos obsoletos televisores "de cajón".

De Alemania 2006 recuerdo mucho menos: que jugamos como nunca y perdimos como siempre.

También soy la que lloró luego de que el finado Manuel Antonio Pilo Obando rogara "¡Sosténgala Pablito!" cuando faltaba apenas un minuto para ganar el boleto a Sudáfrica. Herrera la perdió. Fue tiro de esquina. Lo demás prefiero ni contarlo.

Este año, fui una de las tantas que se quedaron afónicas en el Nacional luego de gritar durante los 90 minutos que duró la venganza tica contra las barras, las estrellas y su nieve.

Tengo que admitir que hace mucho había perdido la fe en la Tricolor. El pitazo inicial del partido contra Uruguay me agarró en pleno Tibás con las calles colapsadas. Acostumbrada a una selección "cenicienta" que nunca daba la sorpresa, traté de no lamentarme. Todavía tenía fresco el recuerdo del repechaje de cuatro años atrás que fue algo así como un David contra Goliat, solo que Goliat se llevó la victoria y el último cupo del Mundial. Creí que otra vez iba a vencer el gigante charrúa.

Manejé hasta un bar cercano y ahí me quedé. No podría explicar cómo llovió cerveza en aquel lugar cuando Marco Ureña sentenció con el tercer gol. Solo sé que alguien agitó una botella de Imperial contra el ventilador del techo, que yo brincaba encima de la silla, que había gente arrodillada en el suelo, que de la emoción se quedaron sin camisas, que se me salieron las lágrimas, que queríamos recorrer a la Fuente de la Hispanidad...

Contra Italia, me tocó ver el partido en el trabajo, pero ¡qué va, me sentía como en el estadio! El compañero más introvertido que conozco se transformó y llegó con la roja puesta, con una bandera pintada en la cara, con chonete, con una corneta en la mano y espirítu de ser el alma de la fiesta.

Esta vez no llovió cerveza; volaron por los aires las palomitas que se estaba comiendo mi jefe cuando cayó el glorioso –y a partir de ahora, histórico– gol de san Bryan Ruiz, el único del partido. No sé cuántas horas habrán pasado para que se me quitara la "temblorina" que me agarró, como decimos en buen tico.

Por un momento, todos en el periódico nos olvidamos de las notas que teníamos que escribir, nos despojamos de las composturas y dejaron de escucharse los teclados para dar paso a ese unísono "¡Oe, oe, oe, oe, ticos, ticos!" que todavía no podíamos creer.

Había banderas, gritos, risas y un trencito que pasaba por entre los escritorios mientras unos y otros se abrazaban. Irrumpió en televisión la tabla de posiciones que le gritaba al mundo entero que Tiquicia era líder del "grupo de la muerte". Pasaban también estremecedoras imágenes de Celso Borges llorando y de la Fuente de la Hispanidad, que se tiñó de rojo cual río Nilo. Yo sentía escalofríos, ganas de reír y llorar, las mejillas enrojecidas por la adrenalina y un tremendo vacío en el estómago.

A nadie le conté que se me rompieron las sandalias entre los brincos del festejo y que tuve que salir a comprarme otras. ¡Qué dicha, porque si no me hubiera perdido el ver a medio Tibás en las calles! Todos los carros tocaban con sus pitos la sinfonía de la victoria y la gente aprovechaba lo que tardaba el semáforo del rojo al verde para bailar en media calle. Los chiquitos que no estaban en la escuela tuvieron el gusto de tirarse a las aceras con bandera en mano. Quizá ellos tuvieron mejor suerte que yo, pues por lo menos se van a acordar de este día dentro de un par de décadas.

En el camino de regreso al trabajo me topé a mi papá que iba celebrando en moto con mi hermano, aunque nunca les ha gustado (ni han entendido) el fútbol. Abrí la ventana y, sin pensarlo, les grité a todo pulmón: "¡Jue..., estamos adentro! Ni mala cara me hicieron... Era un día fuera de serie, uno en el que estaba permitido que una mujer no fuera una dama, un sueño del que no quería que me despertaran.

Hasta ese 20 de junio yo me lamentaba. Ya no. Nunca más. ¡A celebrar carajo, que este es el Italia 90 de mi generación!