La Corte de Virginia solo recibió a un testigo ayer : el dolor

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Richmond, Virginia. Un vistazo rápido a la sala, un saludo fugaz a sus tres hijos y un semblante que por primera vez no exhibió la confianza que siempre tuvo en Costa Rica y en el futbol. Así inició Minor Vargas el último de sus episodios ante la implacable justicia estadounidense.

Ataviado con una vestimenta azul de presidiario, Vargas apareció ante una corte llena de víctimas que viajaron desde todos los rincones de Estados Unidos para ponerle rostro a la persona que ellos responsabilizan por haberle arruinado sus vidas.

Era el mismo personaje que cualquiera en Costa Rica recuerda: aquel hombre bajo de infaltables anteojos y cabellera oscura cuya única huella en sus casi dos años como presidiario pareció ser solo un par de kilos menos.

Y luego empezó todo. La Fiscalía hizo pasar al estrado a siete de sus víctimas, siete testimonios que reforzarían la imagen de “monstruo” que más tarde el tico intentó sin éxito quitarse.

Fueron historias de dolor de aquellos que no solo perdieron todo su dinero en el camino, sino que además vieron partir seres queridos, sus hogares se desintegraron o sus miembros cayeron en la quiebra y la depresión.

En medio de lágrimas, los ofendidos se preguntaban cómo alguien podría quitarles todo para “vivir en medio de casas y autos lujosos”. Vargas disentía con la mirada baja; sus hijos repetían el gesto unos metros más atrás.

La Fiscalía remató su movida con un recuerdo de las muchas razones que existían para otorgar la pena máxima al tico. El Gobierno tenía claro su objetivo.

La defensa tuvo muchas menos opciones. El abogado de Vargas terminó por apartar las razones y apelar a la compasión. Fue más una súplica que una declaración; una movida arriesgada que el juez aplaudió con cierta lástima, reconociéndole el valor de manejar hasta el final un caso tan difícil.

Y luego llegó Vargas. Primero con un intento de probar su inocencia –que por la intervención del juez no pasó de la primera línea–; después con un arrepentimiento por sus últimos negocios, mas no por el resultado de estos.

Y después, el golpe: 60 años que bien pudieron ser 200 para un hombre que ya cuenta 61. Las manos al rostro fueron el gesto que acompaño al tico en su derrota.

Las víctimas esperaron la salida del juez para celebrar; los hijos de Vargas para despedirse.

“Todo esto está pasa por alguna razón; Dios tiene un plan. Perdón a todos, sean fuertes”, dijo el empresario en medio de sus disculpas y los sollozos de sus retoños.

Fue la otra cara del dolor, el de una familia que siempre defendió la inocencia del padre y un padre que solo atinó a disculparse por todo lo que se perderá. Luego abandonó la sala como lo que es, un preso más del implacable sistema estadounidense.