Quedé fuera de juego con Nuria

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Nuria era una linda machita de pelo corto, ojos color café, anteojos de aro negro que enmarcaban una mirada que denotaba timidez y dueña de una sonrisa que me mantenía más pendiente de sus labios que de los trazos de la niña Isabel en el pizarrón. ¿Hace falta confesar que me enamoré de esa compañera de segundo grado de la escuela desde el primer día de clases de 1968 en la escuela Jorge Washington, en San Ramón de Alajuela?

Nuria fue la segunda chica de quien me enamoré en mi vida –la primera se llamaba Karen y era una bella vecina que además asistía a la misma iglesia a la que iba mi familia–, pero nunca se lo dije. No me animé a hacerlo, pues de tan solo pensarlo, se me secaba la garganta y alteraba el pulso.

Me conformé, entonces, con ser el compañero atento a sus necesidades y deseos en procura de complacerlos antes de que se me adelantara algún otro galán del aula. “¿Quién me puede prestar un borrador?”, preguntaba ella y en cuestión de segundos, yo ponía uno sobre su pupitre. “¿Alguien tiene un lápiz que le sobre?”, consultaba y yo reaccionaba a la velocidad de la luz. “¡Ayyy, se me quedó la regla en casa”, y adivinen quién se desprendía de la suya.

Eso ocurría única y exclusivamente en horas de clases. La situación cambiaba radicalmente en tiempos de recreo, pues apenas sonaba la vieja y oxidada campana que anunciaba el final de la lección, todos los hombres salíamos en carrera a jugar y sudar con la habitual mejenga. No perdíamos el tiempo dividiéndonos en equipos, en aquel patio de cemento éramos todos contra todos; el objetivo era anotar goles a como diera lugar en cualquier marco y a cualquiera de los porteros.

Las compañeras –entre ellas, Nuria– tampoco perdían el tiempo haciéndonos barra. Aprovechaban los ratos de ocio para jugar cromos, mecate o jackses.

“Cuando entremos a tercero, le digo que me gusta”, me prometí en la fiesta de la alegría, mientras saboreaba una tajada de queque de chocolate con helados de vainilla. Sin embargo, durante las vacaciones de tres meses, mi familia se trasladó a vivir a Liberia –cambiamos la tierra de los poetas por la de los sabaneros–, y nunca más volví a ver a la linda machita de pelo corto. Por invertir el tiempo de los recreos en mejengas, quedé fuera de juego.