Opinión: Un taquito con la Luna

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Lo importante era tener buena vista, contar con un balón que aún conservara su color blanco y que la luz de la Luna fuera generosa.

Buena vista para seguir la trayectoria de la bola en medio de una cancha de fútbol donde las sombras de la noche empezaban a teñir de negro el verde de la gramilla, donde los marcos con sus redes parecían fantasmas y el cíclope del punto de penal cerraba poco a poco su párpado de cal.

Había que forzar ese sentido para evitar ser bañado por la redonda, ser víctima de un túnel humillante, pifiar cuando los compañeros de equipo coreaban ya el gol, cabecear alguno de los verticales en lugar de la pelota, tropezar con una macolla o el nudo de zacate crecido hecho por algún malintencionado.

Lo del balón blanco era vital, algo así como la luz de las luciérnagas que los chiquillos intentan capturar en las noches de zona rural. Una redonda nueva era toda una bendición cuando el reloj superaba las siete de la noche, no había cómo perderse al correr tras ella, al hacer un pase, recibirla y pararla con el pecho, intentar detener un tiro libre, cortar un tiro de esquina, barrerse para frenar el ataque rival. Otra historia era cuando la pelota perdía su color y lucía el tono del cuero; entonces todos éramos ciegos, como en la novela “Ensayo sobre la ceguera”, del portugués José Saramago. De pronto uno recibía un bolazo en la cara. De repente uno veía una mancha circular pasar volando a alta velocidad. En un instante se escuchaba la bola estrellándose contra la red. ¿Gol de quién? ¡Imposible adivinar en medio de la oscuridad!

Y la Luna generosa, es decir, llena, era un enorme farol que iluminaba aquella plaza carente de reflectores; no había ni siquiera una lámpara de alumbrado público. La combinación de bola blanca y Luna llena era mágica porque los mejengueros del barrio soñábamos que era el satélite de la Tierra el que llevábamos pegado al taco, con el que hacíamos jugadas de pared, cobrábamos un penal, hacíamos series, nos dábamos el lujo de marcar un gol olímpico, ejecutábamos una chilena, corríamos a toda prisa sobre alguna de las bandas. La Luna nunca se desinflaba, no perdía su color, no fallaba a nuestra cita mensual.

Sí, había días en que era tanta la pasión por el fútbol que a la mejenga no le quedaba más que robarse una tajada de noche.