Opinión: La noche de los talcos

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Ocurrió en el viejo Estadio Nacional. No recuerdo la fecha exacta, cuáles equipos jugaban ni cómo quedó el marcador. Sí tengo presente que el partido fue de noche y que a la entrada del coliseo cada aficionado recibió una bolsita con talcos cortesía de una marca de cuyo nombre no puedo acordarme.

Sí, a algún funcionario de esa fábrica de polvos se le ocurrió la brillante idea de promocionar el aromático producto en una de las tantas citas deportivas que tuvieron lugar en ese sitio construido en 1924 y demolido en el 2008.

Imagino a ese genio del mercadeo exponiendo su iniciativa con gran entusiasmo. “No importa quién gane o quién pierda, al día siguiente todos se sentirán campeones oliendo a lavanda”, habrá afirmado con total seguridad.

Supongo que su propuesta fue aprobada por unanimidad y que de inmediato se giró la orden de cargar un camión con abundante producto para que alcanzara para todos los fanáticos.

El primer tiempo resultó aburrido, por lo que finalizó en medio de silbidos, abucheos y las tradicionales bolsas de orina que algunos pachucos lanzaban en las graderías para empapar y dejar malolientes a quienes observaban el juego en paz. Afortunadamente, esa asquerosa costumbre desapareció, así como la de arrojar bodoques envueltos en llamas.

Todos esperábamos un mejor segundo tiempo, con más emociones en ambos marcos y, lo más importante, gritar goles. Pero se impuso el tedio del primer tiempo.

¿Qué hizo la afición para entretenerse? Efectivamente: abrir las bolsitas con talcos y armar una intensa guerra de polvos en las graderías. En segundos, el antiguo Estadio Nacional se transformó en un polvorín sin tregua, una nube blanca que obligó a muchos a cerrar los ojos para protegerse, convirtió en canosos a la mayoría y produjo ataques de tos.

Al final del partido, la gente salió del estadio sacudiéndose de pies a cabeza y celebrando el vacilón que se armó en las graderías. No había rincón del cuerpo en que no hubiera talcos. Lo bueno es que todo el mundo olía rico.

Esa noche, los polvos fueron más entretenidos que el fútbol…