Opinión: Echo de menos la alegría del asfalto

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Sí, extraño el vocerío de niños y adolescentes corriendo detrás de un balón sobre una “cancha” pavimentada que tenía caños y bordes de aceras en lugar de líneas encaladas, y cuyas porterías consistían en dos piedras colocadas en cada extremo del terreno de juego.

Era entretenido escuchar aquella algarabía de barra de amigos disputando una reñida mejenga a la luz de las lámparas del alumbrado público. Aquellos “clásicos” de la calle se interrumpían solo cuando había apagón o si de repente aparecían un vehículo o una moto.

Un bullicio que alegraba las noches con gritos de “¡goooool!”, “¡mano!”, “¡no sea sucio, juegue limpio!”, “¡cona!”, “¡no fue gol, no entró, la saqué de la línea!”, “¡el que mete un gol gana!”, “¡no quiero atajar más, que se ponga otro!”, “¡mae más malo! ¡era más difícil botarla que meterla!”, “¡no se vale, nadie me hace pase!” y el infaltable “¡me voy y me llevo la bola!”.

Todo un jolgorio de camisas empapadas en sudor, pantalones que por lo general se rompían en las rodillas, zapatillas a las que tarde o temprano se les hacía un hueco en alguna de las suelas o se abrían en las puntas o alguno de los costados y rostros y codos con raspones.

Era el alboroto nuestro de cada noche porque los fiebres del barrio mejengueaban todos los días. Acudían a los partidos después de hacer las tareas y repasar las materias, y haber cenado. En cuestión de segundos resonaban los ecos de pelotazos en paredes, muros y techos, y, ocasionalmente, de los cristales rotos de alguna ventana.

Aquellas algazaras comenzaban con el famoso sorteo del “piedra, papel, tijera” que confrontaba a los dos mejores jugadores; quien ganaba, tenía derecho a escoger de primero los mejengueros que formarían parte de su equipo. Los jugadores más malos eran los últimos en ser pedidos.

Era absolutamente normal que en medio de esas juergas futbolísticas pasara un perro callejero, algún gato o una rata, el borrachín del vecindario, un guardia rural con ganas de exhibir su autoridad, un mariguano eufórico, algún loco que preguntaba si acababa de pasar un marciano o un desconocido que preguntara “¿con quién le doy?”.

No recuerdo cuándo presencié una mejenga callejera o escuché sus ecos. Echo de menos el viejo barullo del asfalto, el jaleo de quienes lo daban todo en la “cancha”, el follón de los fiebres del fútbol.

Las pantallas y la inseguridad le ganaron el partido a las calles, ¡y por goleada!