Juan Luis Hernández Fuertes: una vida en un minuto

Lejos de las canchas, su personalidad fuerte sigue dando batallas, ya sea en los libros, en las cortes o en los hospitales.

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Explicar quién es Juan Luis Hernández Fuertes a quien no presenció su obra –monumentales 30 años de teñir rojo hormiga las canchas y las bancas y las oficinas del fútbol costarricense desde su llegada al país de su natal España– no es sencillo.

Sucede que esa misma dificultad es la que suele permear a los fenómenos deportivos. Barajar a un escéptico de la pasión futbolera por qué uno sigue a tal o cual equipo es una hazaña compleja; la pasión solo genera pasión, rara vez empatía.

Juan Luis Hernández Fuertes, que no quepa duda, no genera empatía: genera pasión. Genera roncha, pleito, incomodidad; pero también respeto. Respeto de muchos tipos: el respeto que se parece a la admiración, sí; también el respeto que hace que la gente prefiera no tenerle en contra.

Así pasó cuando entrenó a San Ramón –que le trajo desde España–; al Herediano –equipo al que hizo campeón–; al Cartaginés –al que salvó del descenso en varias oportunidades–, al Orión –del que también fue presidente y con el cual libró varias batallas legales que deformaron, para bien y mal, el campeonato nacional a principios de esta década–.

Incluso, durante un breve periodo, entrenó a la Selección Nacional, con la cual cosechó un resultado histórico y, hasta el 2001, insuperable: un rabioso empate a tres goles frente a México en el Estadio Azteca, durante la eliminatoria en ruta hacia la copa mundial de Francia 1998. “Una semana antes me gradué de periodismo en la Universidad Latina”, cuenta.

En la vida de Juan Luis, esos saltos son la constante: rara vez hay un segundo de pausa. “Usted se va a morir peleando, Juan Luis”. Se ríe y dice que sí, y luego cuenta más sobre su pasión por la literatura, sobre cómo funcionan las salas de emergencia en Madrid, sobre Agustín Lara y Plácido Domingo, sobre el Atlético de Madrid.

Un instante, para siempre

Juan Luis es un filósofo involuntario y un conversador monumental. Es posible que en su vida no haya existido nunca el concepto de una charla rápida, porque cada una de sus historias –que son abundantes y ricas en detalles, en nombres, en datos y claridad– desembarca en más y más cuentos, más y más anécdotas que se extienden a lo largo de sus 66 años de vida, lo mismo da si el escenario es España o Costa Rica, sus dos patrias, sus dos hogares.

Cuando Juan Luis habla, habla en serio; lo hace largo y tendido, a sus anchas. Sobre la mesa, las tazas de café americano con leche se acumulan pero también se enfrían, porque su relato da poca tregua: son mínimas las pausas para suavizar la garganta con el líquido. Viéndolo así, sentado y extendiendo los minutos para que quepan más palabras, es difícil imaginarlo dando instrucciones precisas y veloces en medio de un partido complicado.

De una persona así, básicamente una biblioteca andante –no en vano tiene publicados varios libros, y una docena más en camino–, uno no se esperaría una afirmación como la que, según cuenta, le determina: que la vida es un minuto.

Juan Luis, sin embargo, tiene historias para probarlo. Es más, Juan Luis y yo nunca nos hubiéramos sentado a conversar de no haber sido por un minuto en particular, ocurrido en 1986.

Fue en ese año cuando Alfonso Salderón, un amigo de Juan Luis, visitó el país junto a un grupo de 30 personas como parte de un intercambio cultural. El grupo se hospedó en el Hotel Costa Rica, en el centro de San José, a un costado del Teatro Nacional.

La gerente del hotel, recuerda Juan Luis, se llamaba María Elena Zúñiga, de origen ibérico como él y como Alfonso. La tierra jala: en esos 30 días, María Elena hizo buenas migas con el grupo de visitantes y pronto, en una conversación distendida, Alfonso le comentó que tenía un amigo en España que era entrenador de fútbol.

Lo que siguió fue, en esencia, un teléfono chocho: una seguidilla de llamadas que conectaron el Hotel Costa Rica con las oficinas de la Federación de Fútbol Costarricense con, eventualmente, la gerencia de la Asociación Deportiva Ramonense; Guillermo Vargas Roldán, quien presidía al equipo de occidente, había estado en busca de un entrenador europeo para que dirigiera su club.

La vida es un minuto, me repite Juan Luis antes de continuar con la historia.

El día 30, cuando los españoles ya se marchaban hacia el aeropuerto, Alfonso se detuvo justo antes de subir al autobús que los llevaría del hotel a la terminal aérea. “Puta madre, las gafas”, se lamentó.

“Tenía unas gafas oscuras de esas Ray Ban con una tira verde atrás para que no se le cayeran, que creo que ahora están de moda de nuevo”, recuerda Hernández Fuertes frente a su café, antes de que su memoria regrese de vuelta a 1986, al minuto que cambió su vida.

Alfonso hizo caso omiso de los reclamos de sus compañeros, que lo amedrentaban diciendo que iban a perder el vuelo. Poco le importaba: había que recuperar las gafas. El trámite fue lento, porque ya habían entregado las habitaciones.

Cuando finalmente un encargado de limpieza le abrió la puerta del cuarto y le devolvió el preciado accesorio, el cronómetro que marcaba el minuto definitorio de la vida de Juan Luis comenzó a correr.

Mientras Alfonso Salderón bajaba las gradas del Hotel Costa Rica para tomar primero un bus y luego un avión, en San Ramón de Alajuela Guillermo Vargas Roldán tomó el auricular de su teléfono y marcó un número.

Mientras Alfonso agradecía a la recepcionista y recibía las burlas de sus compañeros por haber retrasado la salida, la línea telefónica de Guillermo pitaba una, dos, tres veces.

El teléfono en la recepción del Hotel Costa Rica timbró. “Llamada para Juan Luis Hernández Fuertes”, gritó la recepcionista a los españoles que se marchaban. Alfonso reaccionó ante la mención de su amigo. Cogió el teléfono y conversó con el presidente de Ramonense.

Pocos meses después, Juan Luis Hernández Fuertes se mudó a Costa Rica para entrenar al equipo del cantón alajuelense. Su vida, en un minuto, había cambiado para siempre.

La vida incansable

698 partidos. Ningún otro entrenador dirigió más no solo en nuestro país, sino en nuestro continente.

Sin embargo, los duelos más importantes de su vida se llevaron a cabo en las salas de operaciones: en los últimos años Juan Luis ha enfrentado al cáncer en un par de ocasiones; durante la recuperación, también se le diagnosticó mal de Parkinson.

No que ello frene su marcha: tiene pleitos pendientes con la Caja Costarricense del Seguro Social; aunque su residencia permanente es ahora Madrid, lleva varios meses en Costa Rica librando batallas legales por, según dice, quienes no pueden llevarlas a cabo.

Juan Luis Hernández Fuertes no piensa en detenerse: está demasiado ocupado escribiendo, peleando, bebiendo café americano con leche, riendo, recordando, leyendo, trabajando, hablando. Es su pasión, la que le hace estirar el tiempo para contar más historias, para vivir más.

Después de todo, la vida es un minuto.