Michael Umaña: Un peón al que le encanta trabajar

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Las manos de Michael Umaña se endurecieron desde que era muy pequeño. Lo hicieron al mismo ritmo que su carácter. Lo de las piernas vino un poco después.

Callos en las palmas por recoger fruta y café; callos en el espíritu por tener una infancia dura y humilde.

Sin embargo, de alguna extraña manera lo disfrutó, según contó su padre, Rodolfo Umaña, una imagen que, debido a su tez oscura cocida por los rayos del sol, se puede describir como una fotocopia algo más desgastada del consolidado jugador.

Michael, hoy ya de 31 veranos, habrá sido entonces de los pocos niños de seis años, sino es que el único, que disfrutó levantarse a las 5 de la mañana para trabajar como peón de una finca del Barrio España, en el cantón de Santa Ana, lugar donde creció, lugar adonde todavía vive.

Solamente mencionar que subirse a los árboles a bajar mangos, manzanas de agua, naranjas, mandarinas y, “por ahí”, como suele decir el gremio al que ahora pertenece, comerse unas cuantas de ellas, no suena tan difícil.

Pero debe serlo si se realiza por ocho horas al día hasta los 16 años, mezclado primero con asistir a la escuela por la tarde y más adelante con ir a entrenamientos de fútbol.

“Él era feliz saliendo con nosotros en la madrugada. Nunca fue quitado para trabajar. Creo que por eso le ha ido tan bien en su carrera”, dice don Rodolfo en el garaje de su casa, a través de su vasto y negro bigote, uno que es puramente de agricultor, lo cual fue y lo manifiesta con pleno orgullo.

“Anduve descalzo hasta los 15 años, pero tuve valores y eso fue lo que le enseñé a mis hijos”, aduce con más honor aún.

Antes habló de “nosotros”, porque caminando en puño hacia la finca de un tal Ernesto Dubois, iban la madre de Michael, Amparo Corrales, y sus hermanos, Érick y Katia, 15 y 12 años mayores, respectivamente. Para todos, el arduo trabajo se volvió una actividad familiar por necesidad, no por elección.

Juntos. No obstante, en lo que sí tuvieron voz y voto fue en vivir en comunidad. Los Umaña son de esas familias que habitan todos en el mismo barrio, algunos hasta tapia con tapia.

De ahí que dos de los primos de edad similar a la de Michael fueran sus principales amigos y en gran medida cómplices de aventuras que hoy son imposibles de imaginar en la poblada provincia de San José.

Uno de ellos, Roy, recuerda que cuando la jornada no se enfocaba en el balón, un elemento al que en este relato decidimos olvidar, se basaba en hacer carreras de cintas sobre un caballo llamado Cholo. Se trataba de un equino grande, color café con manchas blancas, al cual únicamente tenían permiso de alimentarlo.

El otro, Gerald, trajo a la conversación las escapadas a las pozas, la construcción de un peligroso “carro” con dos tablas de formaleta y un cordón como volante y las lanzadas en saco por pendientes de zacate. Todas con el común denominador de provenir de la mente de Michael y de acabar con la piel cubierta de raspones.

Hasta aquí, quedó claro que Umaña no se crió en el Santa Ana de los edificios y las multinacionales, sino en el rural, el verde.

Empero, aunque todos, y en este punto entran los tíos Gilberto y María Rosa, con palabras dibujaron detalladamente los enormes árboles y los cerros cubiertos, ahora es difícil imaginárselos.

La visita a la zona demuestra que lo que no tapan las edificaciones, lo rellenan las más rentables matas de café, de las cuales Michael tampoco logró escapar. O más bien, no quiso hacerlo. Todo con una meta bien clara: salir adelante.

Administrador. Ante ese panorama, todos sus seres cercanos revelan que siempre fue buen administrador del dinero que sus padres le separaban de la causa común, lo cual el defensor corrobora con un simple movimiento de cabeza.

Sí, previo al inicio de la concentración de la Selección Nacional del viernes, por allí andaba, compartiendo con sus hijos, Ashley Michelle, de ocho años, y Raschid Estefano, de tres, ahora sí, una fotocopia menos desgastada que él.

Con edad adolescente y ya más conocido por su habilidad futbolística, Michael o bien, Billy, como le decían en la cancha de Barrio España por una ocurrencia de un vecino que nadie sabe explicar, ya integraba las ligas menores de Carmelita, adonde su apodo, mucho menos imaginativo era “Santana”.

Cansado de los tres buses hasta Alajuela, ahorró y ahorró hasta que la inversión deparó en una bicicleta, a la que, sin duda, le sacó el jugo. Todos los días, ida y vuelta.

Luego, con la llegada de los primeros salarios como deportista profesional, por medio de la misma dinámica llegó el carro usado. Y de ahí en adelante, su vida se fue resolviendo.

Lo demás es la historia del Umaña que todos conocen y que se acerca a su segundo Mundial.