Futbol en medio de las montañas

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Rustenburgo. El pequeño estadio de esta ciudad está rodeado de montañas y planicies. Las excavadoras arrancaron toneladas de tierra, en medio de un paisaje casi desértico, para construir un estadio acogedor.

No es la mole imponente del Soccer City, una versión africana del Estadio Azteca o el Maracaná. El Royal Bafokeng es modesto, se puede decir que poco pretencioso, pero cómodo y con vista panorámica desde cualquier ángulo.

Para llegar a Rustenburgo hay que viajar un poco más de dos horas desde Johannesburgo en automóvil. Es la única vía, pues no tiene aeropuerto, y en todo caso los caminos permiten un viaje tranquilo y seguro.

Solo hay que pagar un peaje, de $2, y los taludes están bien recortados, un ejemplo que podríamos seguir en Costa Rica.

Durante todo el viaje se puede apreciar un paisaje al estilo del bosque seco, similar al de la Interamericana Norte, a la salida de Liberia, para evocar una estampa conocida. Ya estaba claro que en Johannesburgo no hay animales exóticos, salvo en los enormes zoológicos fuera de la ciudad, pero en todo el trayecto hacia Rustenburgo lo único que apareció fue un hato de ganado: más Guanacaste.

El partido se disputó a las 4 p. m. hora local, bajo una tarde espléndida. La buena noticia es que el frío va cediendo, por lo menos en el centro-norte de Sudáfrica, lo cual ilusiona con la posibilidad de ver el resto de la Copa sin envolverse en toneladas de abrigos.

Los mexicanos fueron ayer amplia mayoría, como sucede en los mundiales, salvo en la inauguración contra Sudáfrica, por obvias razones. Los uruguayos eran menos, pero muy bulliciosos, con esa pasión latinoamericana que remite al Estadio Centenario.

“Soy celejte, soy celejte, celejte, soy yo”, cantaban desde el minuto uno. Los mexicanos, más pasivos, insistieron en la consabida burla al guardameta rival en los saques de puerta, pero trataron de calentar la tribuna con su versión a todo galillo de Cielito lindo.

Luego del gol uruguayo, un aficionado azteca se saltó las barreras e invadió la cancha. Estuvo muy cerca del guardameta uruguayo, Fernando Muslera, pero la seguridad lo sometió rápidamente; no hacía falta un alcohosensor para entender por qué decidió retar a los guardas de un Mundial.

Por primera vez en lo que va de esta Copa, los organizadores tuvieron que actuar preventivamente para evitar incidentes. Ambas aficiones se comportaron bien en general, pero luego de más de dos horas de consumir cervezas e intercambiar bromas, era mejor cerrar la puerta. Debido a ello, se anunció por los altoparlantes que los seguidores uruguayos tenían que permanecer 15 minutos después del partido, mientras los mexicanos desalojaban.

Quizás fue exceso de celo, porque los aficionados compartieron con afabilidad luego del último pitazo, y hasta intercambiaron camisetas, un ritual que emergió de la cancha a la gradería.

De todas formas, ¿quién se va a poner a pelear con el magnífico atardecer de Rustenburgo? El sol había caído cuando terminó el juego y el cielo se llenó de tonos pastel. Rustenburgo no tiene el alma cosmopolita de Johannesburgo, ni el aire académico de su vecina Pretoria, pero es un sitio agradable, más sencillo, con un estadio de hermosa arquitectura.

Ayer, solo había 33.000 personas, muy lejos de las 85.000 que se congregan en Soccer City o las 55.000 del Ellis Park. Mas el Royal Bafokeng, coqueto y altivo, tiene su encanto; quizás sea eso de robarle un pedacito al paisaje africano para abrirle campo a la gran fiesta del planeta.