El escenario más grande de todos (para el teatro más violento de todos)

Wrestlemania, el evento más grande de lucha libre en el planeta, es el Super Bowl del entretenimiento deportivo y un agasajo para los seguidores de un espectáculo al que muchos todavía ven a través de los ojos del estereotipo y la burla. Nada que le importe a los fanáticos ni al propio universo de la lucha libre.

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One, two, three! Con un conteo sobre la lona que es replicado en la garganta de las decenas de miles de espectadores presentes en el Camping World Stadium de Orlando, Florida, –y, sin duda, en la de millones viéndolo en sus casas–, se sella el fin de una era.

El Undertaker, uno de los luchadores más icónicos de todos los tiempos, acaba de perder apenas su segunda batalla en un Wrestlemania, el principal evento anual de la World Wrestling Entertainment (WWE), la mayor compañía de lucha libre en el planeta. En la edición trigésimo tercera de Wrestlemania, el Undertaker –amado a rabiar por los fanáticos–- fue derrotado por Roman Reigns, abucheado de principio a fin durante la pelea que se extendió por 25 minutos.

Tras aceptar la derrota, el Undertaker –cuyo nombre real es Mark William Calaway, de 52 años de edad y 33 de carrera– se quitó los guantes, el sombrero y la gabardina, los colocó en el centro del cuadrilátero y caminó rampa arriba, hacia los camerinos y, finalmente, hacia su retiro: Wrestlemania 33 fue el punto final de su legendaria carrera.

Mientras tanto, los 75.245 presentes el pasado domingo 2 de abril en el Camping World –un récord de asistencia para el estadio, no para el evento– aplaudimos y gritamos “Thank you, Taker”. Los más viejos –y no tanto–, los que vimos a Undertaker pelear durante nuestros días de escuela, los que lo recordamos como recordamos jugar y pretender ser una estrella de la lucha libre, incluso nos sentimos un tanto conmovidos: era el final de nuestra infancia.

El Undertaker descansa en paz.

El teatro más grande

“Pero si todo eso es falso”. Es probable que este artículo acumule comentarios que digan precisamente eso. A lo que cualquier entendido del tema respondería: “Eh, obvio, ¿y?”. Pasa que nadie –comenzando por la propia WWE– pretende vender una competencia deportiva real: esto es entretenimiento deportivo, que no es lo mismo.

Los resultados están estipulados en un guión y son parte de una historia que se construye episodio tras episodio (Wrestlemania es algo así como un final de temporada). Los personajes son moldeados por un equipo de escritores. Los golpes son, en su mayoría, reales pero coreografiados y (casi siempre) se pretende evitar un daño serio al colega. No hay competencias: hay eventos. No hay deportistas: hay performers , que en español se traduciría como artistas o intérpretes.

Nadie pretende ni espera lo contrario. Ni los casi mil empleados de la WWE, ni sus 37 millones de seguidores en Facebook, ni los casi dos millones de suscriptores al WWE Network, un servicio de streaming similar a Netflix que la compañía estrenó en el 2014 y que permite a los usuarios ver mucho de su contenido vía web.

Es ficción teatral, como cualquier serie de televisión o cualquier película no documental. La WWE es tan apegada a la realidad como Breaking Bad . Nada de eso le resta espectacularidad a los saltos o golpes, ni mucho menos al nivel de producción de cada evento. Es un Cirque du Soleil de la violencia.

Por supuesto, todo lo anterior puede hacerlo parecer aún más ridículo para quienes no son fanáticos de la lucha libre. Yo he estado a ambos lados del espectro. Durante mi niñez, que ocurrió a finales de los años noventa, fui un seguidor empedernido.

Fue una época dorada conocida como la Attitude Era, de la que salieron nombres que para muchos harán resonar campanas: Stone Cold Steve Austin, Mick Foley, Shawn Michaels, La Roca y el propio Undertaker. La Attitude Era fue un período de unos seis años durante los cuales la WWE (entonces conocida como la WWF) decidió presentar un contenido más maduro y violento, que todavía es recordado con admiración.

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Por supuesto, la violencia gratuita en televisión abierta se robó las miradas de miles de niños costarricenses (y de todo el planeta) para quienes no estaba dirigida. Con el tiempo, sin embargo, la WWE abandonó la violencia más explícita y el contenido poco a poco varió el rumbo hacia un mercado familiar y más apto para niños (niños que, igual, van a ver a hombres y mujeres dándose golpes semana a semana).

Entonces, muchos dejamos de ver. Durante años, no supe más de mis antiguos luchadores favoritos. Hasta que un azar del destino me convirtió en el blanco de odio de los fanáticos que sí se mantuvieron fieles a la compañía durante todo este tiempo: de pronto, tenía en mis manos un boleto para ir al escenario más grande de todos, Wrestlemania.

Incubadora de talento

Si la violencia es parte de un guión, y es en su mayoría controlada, las lesiones son un peligro real y latente. En la WWE no existen los dobles para las escenas de riesgo: las contusiones cerebrales son reales, igual que las costillas rotas, las mandíbulas dislocadas y las rodillas hechas añicos como le sucedió a Seth Rollins el 4 de noviembre del 2015.

Fue una lesión muy seria, que requirió cirugía y meses de recuperación. Pero el instinto de la WWE es continuar el espectáculo siempre: la rodilla de Rollins se incorporó a una historia que llegó a su pináculo en Wrestlemania 33 cuando el joven luchador derrotó a su antiguo mentor, Triple H, una leyenda viva de la industria y sobreviviente de la Attitude Era.

El nombre real de Triple H es Paul Levesque, y es el yerno de Vince McMahon, presidente y dueño de la compañía. Desde el 2003 está casado con la hija de Vince, Stephanie McMahon; la relación nació a partir de un matrimonio falso, parte de la historia, que ocurrió en 1999. En el 2011, Levesque se convirtió en un alto ejecutivo de la compañía y se especula que podría convertirse en la cabeza del negocio cuando Vince decida retirarse.

Desde detrás de los escenarios, Triple H ha llevado a la realidad varias ideas con las que la compañía pretende conquistar el mundo. Una es NXT, una especie de incubadora de talento que prepara a luchadores nuevo (pero no necesariamente novatos, sino recién llegados a la compañía; puede que ya tengan años de experiencia en el circuito independiente de lucha libre estadounidense, o en México, o en Japón, o cualquier otro país del mundo) para eventualmente lograrlo en Raw y Smackdown, los dos principales programas semanales de la WWE.

El otro gran bebé de Triple H es el Performance Center, un centro de entrenamiento, educación y acondicionamiento físico ubicado en Orlando, desde donde se prepara al nuevo talento para las grandes ligas. La preparación, eso sí, no es solamente física. Se les enseña inglés a los extranjeros (el 40% de los luchadores viene de fronteras afuera), estrategias de negocios, artes teatrales y, sí, cómo dar y recibir golpes que no te quiebren la nariz pero que hagan retumbar a un estadio lleno.

Todo el día, todos los días

Bien lo dijo Mauricio Ramírez, director de marketing de la WWE para América Latina: más que una empresa de entretenimiento, esta es una empresa de logística. En un año, presentan 500 shows. Es decir, 1.3 presentaciones por día, alrededor del orbe.

Ser una súper estrella de la WWE implica viajar por el mundo varias veces a la semana. Implica estar un día en Tailandia o en Singapur como parte de las giras internacionales de la empresa, y viajar al día siguiente a alguna ciudad de Estados Unidos para participar en Raw, Smackdown o alguno de los eventos especiales.

Así, por ejemplo, cuando el equipo de Smackdown se presente en Costa Rica, en Parque Viva, el 11 de junio venidero, pronto deberá regresar a Norteamérica para participar de los programas semanales. Todos los días, en alguna parte de la Tierra, hay un equipo de la WWE armando y desarmando un escenario y transportándolo a otro lugar.

Ningún escenario, eso sí, es más grande que Wrestlemania. Una creación de Vince McMahon a principios de los años ochenta como una fusión entre la lucha libre y Hollywood (y que ayudó a catapultar a la compañía y posicionarla como uno de los mayores negocios de entretenimiento en Estados Unidos y el mundo). Es el Super Bowl del entretenimiento deportivo.

Wrestlemania no solo cumple con lo que se espera de ella, sino que supera cualquier expectativa. Al menos, eso sí, en materia de espectáculo, de pomposidad. En Wrestlemania, las explosiones son más fuertes y las luces más brillantes. En su edición más reciente, el concepto estaba basado en los subibajas de una montaña rusa.

Así, el escenario mostraba luces que simulaban ser una montaña rusa dando la vuelta al mundo, una rampa de 78 metros (que hizo que cada entrada de los luchadores fuera recortada o extendida de forma un tanto incómoda) y, 20 metros sobre el ring, como un techo gigantesco, otro ring simulado. Todo el estadio cubierto de luces. Fuego y pirotecnia por doquier. Es el escenario más grande de todos y la WWE lo sabe.

Suplex City

Brock Lesnar, un gigante de 1.91 metros de altura y 265 libras de puro músculo, alzó a Goldberg por encima de su cabeza y directo a la lona para arrebatarle, luego de la pelea más veloz e intensa de la noche, el título de Campeón Universal. Decenas de miles de personas saltaron de sus asientos, extasiadas, felices de haber pagado entre $38 y $2.130 por estar presentes en el estadio.

Antes y después de la épica batalla entre Lesnar y Goldberg (revancha de su primer encuentro en Wrestlemania hace 13 años), también pagaron precios inflados por comidas, bebidas y souvenirs, y se divirtieron cantando lo mucho que odian (y aman) a John Cena, viendo una batalla de 30 hombres en honor a Andre the Giant, un fallecido luchador que fue leyenda cuando la compañía apenas comenzaba su conquista del planeta (y del mercado).

Andre vivió épocas muy distintas a las actuales. Entonces, era imposible que se programara una lucha de escaleras por el campeonato en parejas de Raw; mucho menos que, apenas momentos antes de comenzar la pelea, se anunciara una pareja más: el regreso de los Hardy Boyz, leyendas de la lucha aérea que volvieron a la WWE justo en su mayor escenario.

También rugieron durante las dos peleas de la división femenina que, en el último par de años, ha renacido bajo una nueva luz. Durante muchísimo tiempo, las Divas de la WWE no eran más que adornos de piel y látex, hipersexualizados hasta el disgusto: peleas en barro, peleas en lencería, peleas con almohadas. Hoy, las mujeres gozan de cada vez mayor respeto en el universo de la compañía y han podido demostrar su capacidad para ofrecer un espectáculo tan bueno como el de los hombres (muchas veces, bastante mejor).

Da lo mismo la edad. Da lo mismo de dónde venga (la WWE asegura que en Wrestlemania había personas de todos los 50 estados, y de 62 países distintos; las banderas en las gradas indican que es cierto). Bajo las luces más brillantes, la diversión de presenciar un teatro violento no discrimina ni le cierra las puertas a nadie (al menos esa es la imagen que han diseñado para sí mismos).

Grand Finale

Al Undertaker, por ejemplo, no se le cerró la puerta en sus 33 años de carrera. Llegó a la WWE en 1990 y, aunque en todo sentido era evidente que pertenecía a otra época (su apariencia física, el desarrollo de su personaje, su apatía por mostrarse públicamente), era tan querido que la compañía y sus fanáticos estaban dispuestos a verlo hasta que él quisiera.

Así fue que, en el escenario más grande de todos, en Wrestlemania, el Undertaker se quitó los guantes y dijo adiós (en teoría) para siempre. Nadie se cuestionó sus motivos. Nadie pensó que era absurdo porque “eso es todo falso”. Lo es y, al mismo tiempo, es tan real como necesita serlo. Ante esas acusaciones, millones de fanáticos alrededor del mundo solo se encogen de hombros y dicen “eh, obvio, ¿y?”.