Tinta fresca: Si muriera mañana

En esos instantes finales de miedo y resignación, me acurrucarían sin duda los aguaceros del trópico.

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Pensaría en toda la gente que he querido y que he lastimado, pues probablemente unos y otros son de los mismos. Pensaría en por qué no les pedí perdón a tiempo. En que ojalá hubiese escrito un texto haciéndolo. En que ojalá lo hubiesen leído. Lo siento, lo siento todos los días; no solo en este, que pone a llorar a mi madre. No es una culpa oportunista pues. Pasa que el tramo este de la consciencia, es tan circunstancial como los amores y odios que acumulamos en su recorrido.

Si muriera mañana me quedarían pendientes. Si muriera ayer, hoy o pasado, también. Toda obra viva es eternamente inconclusa. Me habría faltado mucho por leer, otro tanto por escribir y quién sabe cuánto por vivir. Me habrían sobrado noches de angustia, cigarros en vela y cafés pendientes. No habrían sido nunca, suficientes, las carcajadas en coro etílico con mis amigos. Tampoco sus abrazos oportunos, espontáneos, sentidos.

Agradecería a mis enemigos y les ofrecería mis respetos. Reconocería a todos y cada uno de los que supieron estar a la altura del conflicto. Olvidaría a los que perdieron el tiempo entre agravios, insultos y ofensas. Esperaría que ellos, también, me olvidaran a mí. De cara a la certeza de la nada, las prioridades son otras.

No extrañaría los karaokes, los mariachis ni los bailes. Y no me disculparía por ello. No me harían falta las revoluciones de papel ni las políticas de enriquecimiento ilícito. La opresión, el discurso del miedo, la educación cajonera, los concursos de belleza, la moralina barata, el nacionalismo de cuarta. Tampoco extrañaría las corbatas, la literatura de supermercado, ni los cursos de superación personal.

Recordaría, eso sí, el lago del Catie en Turrialba y los besos robados a su orilla. También los que no supe dar, que fueron más de la cuenta. Un beso, si me lo preguntaran ahora, en mis últimas horas, diría yo, no se le debe negar a nadie.

En esos instantes finales de miedo y resignación, me acurrucarían sin duda los aguaceros del trópico.

Aquella precipitación masiva, reventando el zinc que cubría la cancha de fútbol 5, sonaba como una afición vigorosa, reclamando el gol. Los muchachos del barrio, corriendo detrás de la pelota, lo daban todo, empoderados por aquel concierto de gotas que caían frenéticas una detrás de la otra. Alguna vez el gol fue mío, y se sintió tan pleno como esta muerte inesperada. Me iría así, con los brazos abiertos.

Quise, a veces bien y a veces mal. Y fui querido: casi siempre bien. No se le puede pedir más a la vida. Lo demás viene y va. El afecto, cuando nace en las entrañas, se queda. Incluso cuando te lo han quitado.

Si muriera mañana pediría “Luz” de Sonámbulo para el entierro y partiría en paz, queriéndolos a todos por igual. Recordaría tu mirada, ese día aquel durante el cual todo fue música. Y moriría contento.