Página quince: La jugada terminal de Trump

Su apuesta a maniobras antidemocráticas se dirige a mantener vigencia

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La tiene perdida, y lo sabe. Hará tanto más daño a la imagen y unidad de su partido que al país. También lo sabe. Aún así, Donald Trump se apresta a una nueva maniobra antidemocrática este 6 de enero.

Será la última carta de cierto impacto que podrá lanzar sobre el tablero de la política estadounidense durante su presidencia; una jugada final.

El miércoles, en una sesión conjunta, el Congreso deberá contar los votos y certificar el resultado del Colegio Electoral, oficializado el 14 de diciembre: 306 para Joe Biden y Kamala Harris; 232 para Trump y Mike Pence.

Se trata de una formalidad constitucional, que ni siquiera en una elección tan dudosa como la que dio el triunfo a George W. Bush sobre Al Gore, en el año 2000, ha generado inquietud. Pero en la era Trump nada ha sido normal, y ya dos legisladores republicanos, el representante Mo Brooks y el senador Josh Hawley, han anunciado que objetarán la certificación electoral. Quizá se les unan otros.

Basta que un miembro de cada cámara cuestione el resultado, para que ambas deban votar sobre las objeciones. Por esto, durante unas horas, de nuevo habrá acusaciones infundadas de «fraude» electoral, y cada representante y senador deberá decir si las acepta o rechaza.

Como en tantas otras infundadas arremetidas contra la voluntad popular, de nuevo Trump saldrá derrotado. Ni la mayoría demócrata en la Cámara de Representantes, ni la sensatez de un razonable número de los republicanos que controlan el Senado, avalarán las objeciones. Y el partido oficial saldrá dañado, al revelar las tensiones entre quienes, en esa sesión, se arrodillan ante el presidente otoñal y quienes se yerguen ante la democracia vital.

Arco de maniobras. Esta nueva derrota cerrará el arco de rechazos sustantivos a las decenas de maniobras legales y políticas utilizadas para invalidar el resultado electoral. Su evolución ha demostrado tanto el desdén de Trump y sus aliados por la voluntad popular, como la rectitud de funcionarios electorales, jueces, instituciones y legisladores para hacer que se respete.

La apuesta judicial más temeraria, impulsada por el fiscal general de Texas, 17 colegas en igual número de estados y 126 congresistas, todos republicanos, se estrelló el 11 de diciembre en la Corte Suprema de Justicia. Ni siquiera los dos magistrados nombrados por Trump avalaron su intento por anular más de 20 millones de votos en cuatro de los estados que consolidaron el triunfo de Biden: Georgia, Michigan, Pennsylvania y Winsconsin.

Tal fallo, más la certificación del resultado emitida por el Colegio Electoral tres días después, eran razón de sobra para poner freno a la lunática arremetida antidemocrática. Hasta el complaciente jefe de la mayoría republicana en el Senado, Mitch McConell, reconoció entonces el triunfo de Biden. Pero los intentos de Trump no han cesado; tampoco, sus incendiarios tuits.

Perversa estratégica. ¿Por qué esta insistencia, a sabiendas de que el 20 de enero deberá abandonar Casa Blanca? Entre las muchas razones posibles, me inclino por tres, no excluyentes, sino acumulativas.

La primera es su descomunal egocentrismo. Para Trump, la acción de perder solo puede referirse a otros. Aceptar que lo derrotó alguien a quien ridiculizó y acusó —sin bases, por supuesto— de lento, senil y corrupto, es un golpe psicológico monumental, del cual no se ha recuperado. Negarlo es una forma de asimilarlo, y mientras más insista y simule creer en su delirio, más se apaciguará su ego, aunque solo fugazmente.

La segunda es que, ante la posibilidad de ser procesado civil y penalmente tras dejar la presidencia, busca una estrategia de posible salvación simbólica. Parte de ella es insistir en que una conspiración de jueces, políticos, funcionarios, académicos, Holywood y Silicon Valley, fabricó una derrota que en realidad no se produjo. Y si esta alianza siniestra logró «robarle» una elección, también podrá manipular fiscales y tribunales.

Trump pretendería así deslegitimar las posibles acciones judiciales, pero también disuadir al Departamento de Justicia contra eventuales procesamientos, bajo el supuesto de que dividirían aún más al país.

La tercera razón tiene que ver con el futuro político. Su supervivencia en este ámbito, y su capacidad de control sobre el partido Republicano, dependerán de mantener vivas las llamas de sus partidarios. Hacerles creer que Biden perdió y él ganó, pero fue despojado del triunfo, definirá a Trump y sus votantes como víctimas de las mismas fuerzas; por ello, también como aliados para derrotarlas.

Carriles paralelos. Si sus mentiras atroces, realidades espurias, acusaciones perversas y agresiones seriales contra la voluntad popular hubieran encontrado eco entre funcionarios y jueces, Trump habría capturado su mayor trofeo como embaucador político: la reelección. Lo intentó a sabiendas de que las posibilidades, aunque no imposibles, eran mínimas. Y perdió.

Sin embargo, la estrategia desplegó otro carril más eficaz: deslegitimar las instituciones democráticas, manchar al adversario, exigir lealtad suicida a los líderes republicanos, calentar la caldera de sus bases y generar adhesiones irracionales tan amplias y profundas que aseguren su vigencia política y control partidario.

¿Lo logrará? Es su esperanza. No obstante, se asienta en una inestable mezcla de oportunismo, coyunturas, incapacidad organizativa y egolatría.

Con sus discursos polarizantes, «realidades alternativas», irrespeto a normas e instituciones, ruptura de moldes, falta de decencia, ocurrencias y destemplanzas, Trump dominó durante un cuatrienio la agenda de discusión pública y doblegó a un partido cómplice y oportunista. Seguirá intentándolo, y para ello ha recibido contribuciones multimillonarias. Pero nada de lo anterior sustituirá un ingrediente vital: el poder y el púlpito presidencial. Gracias a él, su fuerza política y mediática se volvió avasallante.

En pocos días ya no tendrá poder ni púlpito presidencial; solo una cuenta de tuiter personal, la atención del ecosistema mediático hiperconservador y, quizá, su propia cadena de televisión. Pero no podrá asentarse en un movimiento político propio y organizado, porque no existe; tampoco en ideología, principios o visión, porque no los tiene; y menos en lealtades profundas, porque las suyas han sido oportunistas e inestables.

En estas condiciones, presumir que dominará a los republicanos es un cuadro hipotético asentado en una visión estática de la política. Muchos subestimaron la fuerza de Trump antes de las elecciones. Fue un gran error. También puede serlo sobreestimar su capacidad de influencia tras dejar el gobierno.

Su tinglado autoritario se movió con la dinámica de un reality show, facilitado por un partido sin rumbo y activado por una total falta de escrúpulos para ejercer el poder presidencial. Desaparecido este, lo demás está en serio riesgo.

Lo anterior no quiere decir que los republicanos volverán a ser responsables o renunciarán a una oposición descarnada contra Biden. Sí es posible, en cambio, que, tras ser la fuerza política indiscutible durante cuatro años, el futuro de Trump sea incendiar argumentos, asumir poses y lanzar exabruptos, no controlar un partido. Otros tratarán de hacerlo. Y, quizá, de fuerza política dominante, se convierta en meme. Sería su jugada terminal.

Correo: radarcostarrica@gmail.com

Twitter: @eduardoulibarr1

El autor es periodista y analista.