La mano en la paila

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Cada día de molienda en Naranjos Agrios era fiesta para nosotros los chiquillos pues teníamos entrada libre al trapiche, pese a que se sabía que atrasábamos a los trabajadores con nuestros pedidos y caprichos.

Como abejas al panal, llegábamos al galerón de cinco pailas desde tres puntos distintos, incluido el que nos llevaba por el gigantesco edificio del beneficio de café, donde había grandes boas comerratas.

Una vez adentro, nos topábamos siempre con dos viejos bonachones y alcahuetes, don Beto Castro y don Benero Solís (que Dios los tenga en la gloria), ataviados con delantal de army hasta por debajo de las rodillas.

También estaban allí Jeremías Sinclair (Federico, del que nunca supe por qué y cómo llegó a Tilarán desde Matina), quien atizaba la hornilla con madera y bagazo, y Lilo González, hábil en la tarea de envolver tamugas en hojas de caña con amarras de piñuela.

El deleite comenzaba en la segunda paila, luego que, con ayuda del mozote, había sido separada la cachaza en la primera. Con pascón de vara, quien nos atendía levantaba el caldo una y otra vez hasta que se formaran las exquisitas espumas.

Después sacábamos de los bolsillos espíritu de vainilla o cacao raspado o pedacitos de hojas de menta o trocitos de yerbabuena o tal vez maní, para que don Benero nos hiciera un sobadito especial.

Pero, como el sobado era para disfrutarlo despacio –iba con nosotros a la escuela, a arrear terneros, a buscar leña y a agarrar caballos–, pedíamos a don Beto un punto, o chicharrón, según la madurez de la miel.

Y era cuando venía el espectáculo de ver al hombre mojarse la mano y meterla con frialdad en la miel hirviendo a borbollones, para regresarla al balde de agua y luego entregarnos aquella deliciosa golosina.

Para entonces, además, habíamos chupado miel en la paila madre con paletas de madera, que estaban en el trapiche a disposición de los visitantes.

En los días que quedaban entre molienda y molienda íbamos por los potreros, ante el vuelo de mariposas y el canto de los pájaros, saboreando guayabas de “mantequilla” –las amarillitas–, rojas y rosadas, cuajiniquiles, naranjas, bananos, murtas, anonas y caraos.

Un día feliz para los chiquillos “patapelada” en hacienda La Argentina terminaba en la piscina de agua tibia brotada de la loma del “sapito tuntún”.