Vuelo hacia el universo

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“Quiero vivir la vida aventurera/ De los errantes pájaros marinos'.”. Aquel primer verso de Julián Marchena, poeta costarricense, dejó en mi mente ecos de alegría y de dolor, y llegó atropelladamente el recuerdo de Alex en aquella playa, aquel día en que él dijo adiós.

Él, hombre de 1.95 mt. de estatura, había perdido 30 lbs. por aquella enfermedad que se lo estaba consumiendo, como una vela que se apaga poco a poco, para llegar a su fase final inexorable, ¡ser uno con el Universo!

Llegué a su casa aquella tarde, llovía a cántaros, y con él acostado en su cama, pues ya se levantaba poco, empezamos una conversación acerca de su propia muerte, de sus deseos, de sus anhelos en aquel poco tiempo que le quedaba de vida; me preguntó cuánto le quedaba, y fui honesto con él, y conmigo, y con todos los que le rodeaban: “ 2 meses Alex más o menos”. “Hijo”, me dijo, “yo solo quiero que me ayudes a tener calidad de vida, no quiero dolor, ¿puedes controlarlo?”, y pensé que sí se podía controlar, pero más importante era que debía perdonarse a sí mismo, a las personas que le habían hecho algún daño; viajar con ese exceso de equipaje hacia el universo, hacía Dios, era algo que no valía la pena pues sería un estorbo para hallar la paz y la armonía de ese universo.

“Y no tener para ir a otra frontera la prosaica visión de los caminos'”. Me dijo entonces que quería ir a la playa, a aquél lugar que le había traído tantos recuerdos en su vida desde adolescente, feliz con su familia, consigo mismo.

Llegamos al mar, y el aire vigorizante, el sol, la brisa que lo acariciaba, me recordaba al niño que había en él, y en nosotros; se recostó en una hamaca y al despertarse me pidió que lo llevara a la orilla del mar. Fue así que lo llevé alzado a su adorada playa, y al depositarlo en la arena donde las olas llegaban con una suave caricia sobre su cuerpo consumido que se movía suavemente de un lado a otro ; así estuvo mucho tiempo y de sus ojos brotaron lágrimas pues sabía que era la última vez que haría esto.

Lo abracé en aquella belleza de lugar y él lánguidamente depositó su cabeza entre mis brazos, y en aquella inmensidad de playa fue partiendo poco a poco, hasta que se hizo uno con el horizonte y con un suspiro dejó de existir.

“'ser dueño de dos inmensidades, mar y cielo/ Y cuando sienta el corazón cansado/ Morir sobre un peñón abandonado/ Con las alas extendidas para el vuelo”.

Todavía vivo ese recuerdo, y a cada instante me llega el soplo de su presencia, y su recuerdo me hace pensar que Dios me ha premiado al aprender de él que la vida es un camino y la muerte una puerta que algún día yo también atravesaré. ¡Gracias, Alex!