¿Viviremos juntos? ¿Cómo?

Debemos estar alerta a toda forma de rechazo, en particular, las que experimentan los niños

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Recientemente, falleció el sociólogo francés Alain Touraine, cuyas reflexiones sobre la modernidad y sus desafíos orientaron a generaciones de colegas, en particular, sobre los retos para las democracias y sus dinámicas socioculturales.

En un clásico trabajo de su vasta producción académica, titulado ¿Podremos vivir juntos?, la discusión pendiente: el destino del hombre en la aldea global, Touraine se interrogó y al mismo tiempo nos hizo interrogarnos acerca de cómo en una sociedad contemporánea podremos vivir juntos aceptando la diferencia, conviviendo con ella, asumiéndola.

La toma de conciencia sobre las diferencias no es tarea menor. Tiene que ver con los caminos trazados para convivir en toda dimensión. Convivir es quizá la mayor empresa que el proyecto civilizatorio moderno se haya aventurado a impulsar, muchas veces a contracorriente de sus posibles resultados.

Tomemos como ejemplo un acto de la vida cotidiana en las caóticas ciudades intermedias. El caos provocado por la escasa planificación, la saturación vehicular y una red vial deficiente se interseca (para usar metáforas convenientes) con una dificultad conductual y social para compartir los espacios. En este ejemplo, las normas de comportamiento quedan rezagadas y dan espacio a las más intrincadas luchas por el control del espacio y del tiempo.

Esta actitud de competencia mal entendida muestra una ausencia total de comprensión acerca del espacio público como un bien colectivo, previsto para la interacción y la movilización y no para la disputa, la tensión y la incapacidad para hablarnos como sociedad.

¿Qué hay en el fondo? La intensificación in extremis de una actitud poco afectiva con el entorno, el espacio social, el otro. Esta preocupante forma de interacción encuentra sus rasgos en muchas acciones cotidianas que podrían escalar hasta convertirse en prácticas naturalizadas.

Vivimos tiempos de transición entre una época pandémica y otra en la que aún no termina por cristalizar ese nuevo modelo de proyecto civilizatorio. Muchas tareas quedan por hacer en el marco de esa construcción colectiva y actitudinal para tratar de responder la pregunta sobre si efectivamente podremos vivir juntos, activando mecanismos de convivencia horizontal, comprensión y solidaridad.

Salimos de un período en el que el abrazo fue proscrito y la necesidad del vínculo en el tejido social está a la vuelta de la esquina. Por eso, las interacciones no pueden ser postergadas. No hay posvínculos, porque los vínculos son ahora, en este momento.

Por ello, debemos estar alerta a cualquier forma de rechazo, en particular, las que experimentan niños y niñas en el contexto cotidiano. Ellos son, si se quiere, los que deberían recibir de los adultos acciones positivas y orientadoras y no exponerse a sus abusos, sus discursos discriminatorios, o peor aún, sus muestras de desagrado y asco, como ocurrió recientemente en un centro educativo.

Estas dos últimas prácticas, desagrado y asco, son constitutivas de lo que la investigadora mexicana Olga Sabido Ramos denomina relaciones desequilibradas y ejercicios que quiebran la lógica de la comprensión y la convivencia. Para contrarrestar estas acciones, dolorosas e inaceptables, se debe trazar de forma impostergable una ruta clara (no retórica) en el campo educativo.

No deben desatarse más dudas e incertidumbres desde los más altos poderes hasta los microespacios. Gobernar cuando predomina la duda constante produce fisuras y recelos. No deben ser el miedo y la pregunta retórica la política de la no política para organizar la interacción social.

Esta debe provenir de una acción contundente, decidida y transformadora en materia educativa. Por eso, se debe buscar una raíz ejemplarizante y no reproducir los esquemas que ponen en duda las opciones para juntarnos. Es urgente, en esta tarea, buscar mecanismos para acompañar al sistema educativo en una apuesta que nos permita reconocernos en nuestra historia y nuestras diferencias.

Una ruta de tal magnitud no puede, por consiguiente, aventurar objetivos modestos, o peor aún, poco claros. Más allá del camino trazado, lo que verdaderamente importa es una acción profusa en contenidos y estrategias para vivir y convivir juntos. Lo anterior depende de un cambio de paradigmas en los enfoques, pero particularmente en los desafíos cotidianos para entendernos.

Urge definir prioridades en el ámbito social, poblacional y cultural. La política de la sospecha debe ceder de una vez por todas a la de la afectividad y la construcción colectiva. Esta debería ser la única ruta posible.

guillermo.acuna.gonzalez@una.cr

El autor es sociólogo, vicedecano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional y premio nacional de literatura 2019 en la rama de ensayo.