Verborrea y despilfarro

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Francia es esa tierra estrambótica donde los socialistas aumentan el número de pobres y los liberales aumentan los impuestos. Ella evoca esa región imaginaria del sinsentido, descrita por Henri Michaux con todo su talento del absurdo poético en el Voyage en Grande Carabagne. Nuestro gobierno sobrecarga la fiscalidad de los buenos ciudadanos para evaporarla enseguida por los aliviaderos demagógicos y anticuados de la amnistía, entre ocho y diez mil multas debidas por los choferes y otros delincuentes

Otra de nuestras misteriosas contradicciones toca a la francofonía. Entre los idiomas europeos que creo entender, el francés es con mucho de los que más se afean y estropean en aquellos que la tienen por lengua materna, en los media como en las conversaciones y en la enseñanza. En tanto, Francia despliega una energía feroz para exportar una herramienta cuyos usuarios mismos demuestran no poder emplear correctamente.

Pero nuestro golpe de fuerza, y nuestras elecciones municipales lo acaban de confirmar, está en haber reconstituido una extrema derecha de las más vigorosas y la más arraigada de Europa en lo que parece una lucha épica y altanera contra el racismo. Poseemos las organizaciones antirracistas más vehementes de Europa, las mejor estructuradas y las más generosamente subvencionadas, tanto por la izquierda como por la derecha. Sus dirigentes tienen subvenciones benéficas de escondrijos dorados que les permiten ejercer sus actividades a tiempo completo. Mayoritariamente, nuestra Prensa y nuestros media les han secundado siempre con diligencia. Existe, pues, un contraste doloroso entre la amplitud de medios desplegados y la mediocridad de los resultados obtenidos. Esto es, sin duda, que nuestras elites y nuestros militantes están, todavía, equivocados en el análisis y el método. Es cierto que en los últimos tiempos ellos tienen bosquejada una meditación crítica sobre la amplitud de su fracaso, pero un tanto furtiva.

Esa singularidad francesa intriga tanto más cuanto nosotros no hemos cesado de amonestar a nuestros vecinos respecto a sus extremismos de derecha. Ahora bien, en Bélgica, en Alemania y en Austria no tienen, a fin de cuentas, alcanzadas las conquistas electorales sustanciales y duraderas, contrariamente, a nosotros. Hemos mantenido las gargantas calientes también por la subida de la Alianza Nacional en Italia. No obstante, su presidente, Gianfranco Fini, ha quitado a los viejos neofascistas del difunto MSI para evolucionar hacia el centro derecha institucional. Yo, es cierto, no votaría por él si fuera italiano, pero él ha hecho un atestado en el que ni sus propósitos ni sus programas tienen la agresividad exagerada de los discursos lepenistas (Le Pen). Parecemos, pues, ridículos en el papel de darles ninguna lección.

Igualmente sucede en nuestra política con el Tercer Mundo. Francia no para de sermonear a los otros países ricos sobre la insuficiencia de las ayudas. Ahora bien, ¿cuáles son las naciones que escapan de la lista de las que hemos inundado con nuestros créditos y nuestras armas? Iraq, hasta la Guerra del Golfo, Argelia, Ruanda, Burundi, donde nosotros mismos hemos organizado una cúspide de la francofonía de crapulosa memoria. Lo mismo en regiones donde se conjugan los dictadores brutales y la anarquía sangrienta. ¡Brillantes resultados! ¿Volvemos pues a cuestionarnos los métodos? ¿Hacemos un balance de nuestra acción para eventualmente corregirla? Entero o poco.

En resumen, en la política de empleo, este es el país del inmovilismo que más habla de cambios. Preferimos siempre las subvenciones a las soluciones. Pronunciamos más frecuentemente la palabra "reformas" de lo que raramente las hacemos verdaderas. (Firmas Press)