Venezuela laberíntica

El desangre de lo que fue la potencia petrolera y política más insigne de Latinoamérica no acaba

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Lo de Venezuela, a esas alturas, pinta a guerra civil. Tan grave es su devenir sociopolítico, que ahí, en la tierra de Bolívar, ya no existe oposición, lo que hay es resistencia.

En ese país no hay ni habrá soluciones fáciles. La recuperación tomará décadas, una vez pase esta larga noche de la más prostituida revolución socialista de la que América tiene memoria.

El desangre de lo que una vez fue la potencia petrolera y política más insigne de Latinoamérica aún no acaba. Resta oscuridad por venir.

El desmantelamiento es tal, que la bancarrota es ética, ya no solo económica y política. Y a partir de ahí, el quiebre es total, perdiéndose todos los límites: el 80% de la cocaína que se distribuye en el mundo está saliendo por Venezuela y miles de reconvenidos de las FARC y el ELN se van sumando a las milicias que hoy Maduro arma con una irresponsabilidad sin parangón, para amedrentar a los barrios y contrapesar a las fuerzas armadas, apertrechándolas con buena parte del arsenal que las FARC distrajeron del proceso de paz. Armas que quedarán desperdigadas por todo el territorio venezolano, aun después de la dictadura.

Se suma a ese necrótico escenario la entrega de la soberanía a los cubanos y los sirios, que han sometido a Venezuela toda, instrumentalizando su potencial geopolítico y económico. China y Rusia también han clavado un pie en ese fangal insano.

Todo esto ante el silencio acomodado de una comunidad internacional tardía.

Advertencia. En la OEA, hace más de dos años, Costa Rica advirtió de que no reconoceríamos a Venezuela en nada que se saliera del curso democrático. A partir de lo cual, mi entonces colega, el versado pero no por ello admirado Roy Chaderton, me confesó que si a un país le medían la distancia, ese era Costa Rica. Tanto porque nuestra voz era la más rescatable históricamente en el hemisferio en materia de democracia y derechos humanos, como porque no tenían hilos que jalar, llegado el momento crítico. Tanto así, que la canciller Delcy Rodríguez se quedó siempre muda ante las invectivas de la delegación de Costa Rica, que le tocó escuchar resignadamente.

Lo que confirmó la tesis: se debía liderar en vez de esperar a ver qué hacían otros Estados. Si había algo que no podía hacerse, era ceder la iniciativa a países como México, sin autoridad moral para condenar la corrupción, la violencia y, en general, la escasa vigencia de los derechos humanos.

Sin esa legitimidad, pero eso sí con mucho interés en cuidar su Asamblea General de esta semana, adelantándose para intentar agotar el tema venezolano en Washington, en una cita de cancilleres que desviará el asunto hacia la ONU, ninguneando de paso a un protagónico Luis Almagro que con su altavoz evidenció los silencios cómplices.

Contraste. Hoy se habla del contraste entre lo que ha hecho Almagro y lo que han dejado de hacer los Estados. La OEA está de nuevo vigente gracias a su secretario general y a nadie más.

Dicho esto porque no se vale que tantos cancilleres que callaron mientras se suprimía la mayoría de la Asamblea Nacional o se copaba al Poder Judicial, o lo que es igual, se limitaron al llamado insípido a un diálogo que se sabía inviable, posen altisonantes ahora que fustigar al régimen, ya graduado de dictadura, es terreno seguro y casi una moda entre diplomáticos de añejas cataduras y cajoneros disfraces.

Ninguna candidatura, ningún interés comercial, mucho menos algún temor al debate directo, justifican aquellos silencios ominosos. Esos silencios largos.

Producto de tanta desidia colectiva y tanto cálculo disimulado, Venezuela se ve acorralada en su laberinto de excesos.

Por si no bastara, cabe sumar a una oposición entrampada, carente de estrategia y que sigue sin ofrecer algún relato pos-Maduro. Sin siquiera diferenciar entre chavismo y madurismo, ni proponer una justicia transicional para que los que hoy se sienten acorralados en el poder opten por dar un paso al costado. Sabidos que nadie va a cambiar el Palacio de Miraflores o el de Justicia por una cárcel. Menos si se trata de una en Estados Unidos.

Por eso, es mucho lo que podemos hacer por Venezuela los que hemos presenciado esa debacle desde cerca y levantamos la voz, no ahora que está de moda, sino desde hace años, anticipando esta debacle laberíntica en defensa de los venezolanos cuyo grito de libertad rebota en las paredes mudas de tantas cancillerías sordas y se dibuja como un grafiti insumiso en la fachada de la OEA, irónicamente, ubicada frente a la avenida Constitución, en DC. Esa institución en la que tanto creyó Chávez –y a la que mucho le debió por cierto– y a la que tanto teme Maduro. Casi tanto como le teme a ese “bravo pueblo” que, algún día, juró defender.

El autor es abogado.