Veinte años después

Debe triunfar la memoria frente a la política del olvido

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La gallina verde está en la jaula", susurró el piloto a la base de acuerdo con la contraseña acordada. La jaula era el helicóptero que llevaba a la presidenta Isabel Perón a un largo cautiverio, cuando solo le faltaban nueve meses para terminar su mandato. Comenzaba, así, el llamado Proceso de Reorganización Nacional en la Argentina.

La Junta de Comandantes --integrada por el general Videla, el almirante Massera y el brigadier Agosti-- justificó la acción de aquella madrugada del 24 de marzo de 1976 por medio de tres argumentos: el estado de necesidad, el cumplimiento de la ley y la legítima defensa de las instituciones y de la sociedad.

Detrás de la posición del Ejército, la Marina y la Aeronáutica y, aunque la proclama golpista no la mencionara, una palabra clave guerra guiaba los pasos de los militares y sería la más usada a través de los siete años del gobierno de facto (más tarde se le agregaría el adjetivo sucia: guerra sucia). Aparto del peligro subversivo, prioridad uno, la proclama citaba los males de la corrupción, el desorden económico y un cerro de problemas que aquejaban al país; y los comunicados insistían sobre un punto: los representantes de las Fuerzas Armadas ejercerían los roles de gobierno con la misma paga que venían devengando dentro de su institución.

La clase alta y los sectores medios apoyaron rápidamente el golpe, urgido por la pensa nativa. Esta se encargó de difundir, con éxito internacional, la filosofía resignada de los hombres de armas; ellos no querían interrumpir el orden democrático, pero no había más remedio. O el golpe o la disolución de la república.

También los halcones del gobierno estadounidense (Gerald Ford y Henry Kissinger, Premio Nobel de la Paz) aplaudieron el gesto bélico en aras de la seguridad y un autor anónimo patentó allí el eslogan de "la primera batalla de la tercera guerra mundial".

Veinte años después, los argumentos de la Junta brillan por su absoluta impostura, el estado de necesidad no era tal sino una magnificación del poder guerrillero, constituido por dos grupos de ultraizquierda --Montoneros y ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo)-- que si bien dañaban el tejido político nacional y cometían despiadados asesinatos, nunca tuvieron la relevancia que el Proceso les asignaba y hubieran podido ser combatidos con los recursos policiales ordinarios. Los números cantan: a mediados de 1975, el total de militantes armados de ambos grupos ascendía a 1.300

efectivos, contra 200.000 del ejército y la policía. Asimismo, las medidas aplicadas por el gobierno de Isabel Perón --en particular el decreto 2772-- ponían la campaña antisubversiva dentro del marco jurídico (y la campaña está dando buenos resultados), lo que invalida el segundo justificativo de la revuelta.

Suma y sigue. Durante el proceso, la corrupción se agigantó y aun la promesa de trasladar sin modificaciones el salario castrense a la planilla gubernamental no fue más que un espejismo: gracias al estado de sitio, los uniformados recibieron los beneficios del pago doble.

En cuanto a la economía, la estadística indica que la Argentina del Proceso llegó a tener la deuda externa más alta del mundo y que la administración posterior --la de Raúl Anfonsín-- debió lidiar contra el ruinoso legado de la Patria Financiera.

La primera conclusión, deducible de lo anterior, nos dice que los militares querían lisa y llanamente el poder y que por eso atizaron la violencia pregolpista. No se puede interpretar de distinta manera el hecho de que respaldaran las actividades de la Triple A, organización ultraderechista patrocinada por José López Bega, ministro del gobierno peronista (la Triple A se incorporó a las fuerzas paramilitares después del cuartelazo del 24, confirmando las relaciones entre los caudillos del Proceso y los núcleos irregulares; también existe otra versión que habla de las conexiones secretas de ciertos líderes guerrilleros con figuras protagónicas del ejército y la marina).

Lo más grandioso del asunto es que no hubo guerra, no hubo pelea: todo se redujo a una combinación de pocas maniobras de carácter abierto y muchas de carácter encubierto, realizadas por escuadrones de la muerte y de la noche a bordo de camiones o carros de vidrios polarizados sin chapa de identificación. El saldo de dichas maniobras, sí, está claro: secuestros, torturas, muerte y desaparición de personas que, en muy contados casos, pertenecían a la guerrilla y cuyos nombres estaban registrados en las computadoras de los servicios de inteligencia y las listas aportadas por soplones. La mayoría de las víctimas, cabe subrayar, provenían de los sindicatos, la universidad o el activismo religioso.

El juicio a las juntas, celebrado en Buenos Aires (1985) y solo comparable al de Nüremberg (Segunda Guerra) y al de los coroneles griegos (1975), ofrece datos interesantes al respecto:

-- 340 centros clandestinos de detención.

-- 9.000 desaparecidos (casos documentados); estimados: 30.000

-- porcentaje de desaparecidos que podían ser guerrilleros o terroristas: entre 5 y 10 por ciento.

-- cantidad de desaparecidos que no eran guerrilleros ni terroristas: más de 8.000

-- niños desaparecidos: 500; 220 casos documentados

-- niños encontrados: 56; 7 de ellos asesinados

-- niños que resta encontrar: no menos de 160

Son las cifras del espanto, el corolario de tres toneladas de documentos y 700 kilos de denuncias. Por supuesto, lo más horroroso no se halla en ningún papel.

El tribunal condenó a reclusión perpetua a cinco comandantes; a dos de ellos se les impuso 15 años de prisión, a uno 12 y al restante 10. Alguien hizo el cálculo de que, si se hubiera acumulado los cargos contra el general Videla, la sentencia de éste hubiera sido de 10.248 años.

El capítulo siguiente ya lo conocemos: la amnistía cubrió con un manto de perdón a los soldados de la guerra sucia y a los guerrilleros.

Pero nadie ignora ya --y esto es de un valor inapreciable--, qué ocurrió hace veinte años en la Argentina. Un conocimiento que implica hoy el triunfo de la memoria frente a la política del olvido y que por ello adquiere un significado humano trascendente, universal. Para que no se repita en ninguna parte la pesadilla de aquel 24 de marzo de 1976. "Nunca más", como dice el libro de la CONADEP (Comisión Nacional de Desaparecidos).