Un préstamo del cielo

Un célebre rabino incluso solía agradecer a quienes prodigaba su bondad por darle la oportunidad de ser generoso.

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La caridad: el don de hacer milagros al alcance de todos... Un amigo de mi familia, evidentemente conmovido, nos contó hace poco que una empleada de su casa realizaba una obra benéfica admirable. Azorado, relató que dicha trabajadora, una inmigrante centroamericana, desde hacía varios años destinaba parte considerable de su salario a pagar la matrícula, los uniformes y los útiles para los estudios vocacionales de la hija de una compañera de labores. Esta, abandonada por el esposo, mantenía a cuatro menores y a una madre viuda y enferma. Nuestro interlocutor denotaba preocupación. Le pregunté el motivo de su intranquilidad y respondió: "No me perdono haber ignorado las angustias de un ser humano que depende de mí. ¿Por qué, estando yo en mejores condiciones de ayudar a esa sufrida mujer, no lo hice?"

Aprendamos del más humilde... Días atrás, mientras esperaba en una dependencia pública, observé por la ventana a lo lejos cómo un joven chofer, absorto en su hermosa acompañante, derribó con su auto a un hombre discapacitado que se movilizaba en un triciclo especial. El ciclista cayó al suelo y el galán, posiblemente asustado, se dio a la fuga. La víctima yacía tendida en la calle, con sus pertenencias esparcidas, sin que nadie le brindara auxilio. Algunos mirones se detuvieron brevemente pero siguieron su camino. De pronto, un cuadro increíble: dos ancianos indigentes que pedían limosna en una esquina aledaña se acercaron a socorrer al atropellado. Con delicadeza lo ayudaron a ponerse de pie. Luego, levantaron el triciclo y recogieron los objetos desperdigados. Su ejemplar actitud, colmada de nobles sentimientos, debió sonrojar a quienes, vigorosos y opulentos, optaron por ignorar la desgracia ajena.

Pensé entonces que aquellos dos pordioseros eran para el maltrecho individuo como ángeles, enviados para rescatarlo. Aunque nuevos extremos de crueldad asoman cada día alrededor del planeta, dichosamente, en todas las latitudes también hay personas magnánimas, siempre dispuestas a ayudar al prójimo y a beneficiarlo con su fortuna, su tiempo y sus habilidades...

Herbert y Dorothy Vogel contrajeron nupcias poco después de terminar la Segunda Guerra Mundial, en la que ambos sirvieron a su país con distinción. El, oficinista del servicio postal norteamericano y ella, bibliotecaria en una escuela pública de Nueva York, además de su amor, compartían una gran pasión por el arte. Desde luego, sus exiguos salarios no dejaban mucho margen para satisfacer gustos. Con todo, dedicaban la mayor parte del tiempo libre a recorrer exposiciones de jóvenes artistas, a la sazón desconocidos. Y siempre que su reducido presupuesto lo permitía, compraban alguna pintura o escultura.

Pasaron los años y en la pequeña vivienda de los Vogel ya no cabían las adquisiciones hechas a costa de tantos sacrificios. Decidieron entonces recortar aún más sus gastos personales a fin de alquilar espacio adicional donde mantener la creciente colección. Asistentes asiduos a las exhibiciones, Herbert y Dorothy desarrollaron una amistad entrañable con artistas talentosos pero carentes de fama. Eso cambió con el tiempo. Los bisoños pintores y escultores devinieron en cotizados nombres y el precio de sus creaciones se tornó astronómico. Hace algunos meses, los esposos Vogel, ya pensionados y quienes siguen residiendo en su antiguo apartamento, donaron sus obras, valoradas hoy en centenares de millones de dólares, a la Galería Nacional de Arte en Washington. Podían haberlas vendido y disfrutar en la vejez de una inmensa fortuna. En cambio, prefirieron regalar aquel cúmulo de belleza a su patria y compartirlo con sus conciudadanos.

Moraleja: la filantropía no es monopolio de los más acaudalados. Días atrás, la secretaria del Presidente de la Universidad Yeshiva de Nueva York se quejaba de la insistencia de un abogado que solicitaba una cita con su jefe para un asunto confidencial. Finalmente cedió a la tenacidad del letrado y, en la entrevista, el Presidente recibió una maravillosa sorpresa: un regalo de $22 millones para su institución. El donativo provenía, póstumamente, de una anciana fallecida a las 102 años de edad que, en medio siglo como auditora federal de impuestos, nunca devengó más de $4.000 al año. Soltera, Anne Scheiber invirtió inteligentemente sus pequeños ahorros en el mercado de valores hasta multiplicarlos. En su testamento legó todo su patrimonio a dicha universidad para establecer un fondo de becas en beneficio de mujeres que, como ella, pudieran estudiar.

En el lenguaje bíblico la palabra "caridad" significa "justicia". Y justo es que los bienes con los cuales nos ha favorecido el Creador sirvan para remediar las congojas de seres menos afortunados. Los antiguos sabios hebreos decían que todo lo que somos y poseemos constituye un préstamo del cielo. Un célebre rabino incluso solía agradecer a quienes prodigaba su bondad por darle la oportunidad de ser generoso. Por ello, la mejor manera de dar gracias al Eterno por nuestros haberes materiales y espirituales es emulando ese desprendimiento celestial que nos ha deparado vida, familia, amigos y tantas otras bendiciones. La solidaridad humana, al fin de cuentas, es cosa de todos.