Un libro que me regalaron

El que releeabre el cofrede los conocimientos olvidados

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

A un joven profesor universitario que me visita para hablar de socialdemocracia, le comento, en larga conversación, mi tendencia actual a releer viejos libros que se me van quedando por el camino.

Releer es leer, claro está, pero no es lo mismo. El que lee se encuentra siempre con la sorpresa; el que relee abre el cofre de los conocimientos olvidados, de un poema que revive la emoción de un instante o de una frase filosófica que nos retorna a la razón y a la duda. En todo caso, siempre al recuerdo que, como todo recordar, nos conduce a hermosos campos recorridos, a un gesto sonriente que alguien dejó olvidado, y hasta a una lágrima que nunca perdió su delicada humedad, de cuya presencia permanente no nos habíamos enterado, sino hasta el momento en que recogimos, distraídamente, un libro de nuestra biblioteca para volver a leerlo. Si, releer es leer, pero no es lo mismo. Y menos, en la etapa última de la vejez.

En 1954 la Editorial Aguilar publicó las Obras Completas de Federico García Lorca, primera edición hasta entonces en un solo tomo. Edición de lujo, cubierta de cuero, fino y resistente papel biblia, prólogo de Jorge Guillén y epílogo de Vicente Aleixandre; ejemplar envejecido, deshojándose, roto por el tiempo y la nostalgia, que retiro acaso impulsado por una también lejana atracción de afectuosidad. Distraídamente…como dejo expuesto.

“Federico, dice Guillén, fue una criatura extraordinaria. “Criatura” que significa más que “hombre”, porque Federico nos ponía en contacto con la Creación, con ese conjunto de fondo en que se mantienen las fuerzas fecundas. Una criatura que iluminaba con su propia luz”.

Criatura, propiedad de niño. Todos somos poetas entre los tres y los diez años; pero solamente los que conservan durante el resto de sus vidas esa condición, pueden ser considerados poetas. Nada más los niños iluminan con su presencia y aquellos pocos privilegiados que mantienen siempre su cualidad de criaturez.

Nueva emoción. Esta emoción renovada es la que me sorprende ahora, para terminar, casi exclamando, con Aleixandre: “Yo gusto evocar a solas la imagen de un Federico que no todos han visto: el noble Federico de la tristeza, al hombre de soledad y pasión que al vértigo de su vida de triunfo difícilmente podría adivinarse. He hablado antes de esa nocturna testa suya, macerada por la luna, ya casi amarilla de piedra, petrificada como un dolor antiguo”. “¿Qué te duele, hijo?”, parecía preguntarle la luna. “Me duele la tierra y los hombres, la carne y el alma, la mía y la de los demás, que son uno conmigo”.

Un dolor que me invade suavemente al acariciar otra vez este libro que presenta ahora apariencia de total desprendimiento, dispuesto a lanzar sus hojas hacia los espacios abiertos con todo un mundo de amor, solidaridad, vida fecunda, protesta y tragedia; libro que me regalaron en una nunca olvidada Navidad madrileña, en tiempo para creer y en bella ciudad para soñar.

El autor es abogado.