Un corto paréntesis intimista

El cultivo de la sensibilidad allana el camino a la captación del bien

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Abrumado por el déficit fiscal, por la disfuncional democracia del país, por este Gobierno –sin brújula para llevar el barco a buen puerto–, por las profundas crisis en varias partes del planeta, la fallida confianza en el exterminio de ISIS, la inservible existencia de la ONU, de la OEA y otros congéneres, la repugnante cobardía de Latinoamérica frente a Venezuela y… por tantas y tantas cosas más, me encierro hoy en un paréntesis.

Nunca escribo en primera persona. Hoy, sí. Lo dicho: un paréntesis, intimista y solitario. A nadie le van a importar –con absoluta razón– mis preferencias y gustos, alguna centelleante reflexión y cualquier otra cosa mía, solo mía.

Aun así, me despacho –por qué no– por el muy personal y egoísta placer de mostrar un pedazo de mi intimidad –solo un pequeñísimo pedazo, que lo demás, hondo y secreto, queda para mí hasta el último suspiro– y, al así hacerlo, verme reflejado, como Narciso en las aguas del lago, en estas líneas. Lo confieso: desnudar un poco el alma, públicamente, es una locura, de la que quizás después me arrepienta.

Introspección y silencio. Bueno es ensimismarse de vez en cuando, salir de la explosiva y atronadora vorágine del entorno, y pasar y repasar, en la mente y en el corazón, la película de la propia vida. Y escudriñarse y preguntarse y ser espeleólogos en la caverna de nuestro ser. Eso solo es posible en medio de un silencio sepulcral y maravillosamente inquietante. ¡Ah!, ese silencio, tan pleno y verdadero que hasta se oye. Un elemento esencial para medir la valía de alguien es su capacidad de estar a solas consigo mismo.

Introspección y silencio: una catarsis, una purificación, una ambrosía traída del Olimpo. Adoro el silencio y las esporádicas soledades, cara a cara conmigo.

La música. Y, junto a eso, la música. “Allí donde terminan las palabras comienza la música”. ¡Genial y cierto! Dicen que lo dijo Beethoven –y, si no, qué importa–. Soy un melómano empedernido, tanto como estúpido fumador. Algunas obras las he escuchado tantas veces que me atrevería a dirigirlas con la Filarmónica de Berlín. Sé perfectamente cuándo entra cada instrumento, su tempo y cadencia: por ejemplo, el Concierto para piano y orquesta, número 23, de Mozart, la Quinta Sinfonía, de Beethoven, Scheherezade , de Rimski-Kórsakov, y el Concierto de Aranjuez, de Joaquín Rodrigo.

También me encantan Bach, Chopin, Borodin, Tchaikovsky, Grieg, Debussy, Rachmaninov, Carl Orff y varios más, pero no todos. No “entiendo” a Stravinsky, como tampoco a otros, y detesto la música dodecafónica de Schönberg.

Y de ahí paso a adentrarme, fluidamente y sin tropiezos, en las excitantes notas del rock, el blues y el jazz : Elvis Presley, los Beatles –el cénit, dioses y clásicos en su género–, Ella Fitzgerald, Louis Armstrong, Koko Taylor, B.B. King, Buddy Guy, Albert King, Aretha Franklin, Robert Cray… La lista es interminable y, seguramente, piedra de escándalo para blufs –una peste devastadora– e “intelectuales” –entre sospechosas comillas–, que, a veces, me recuerdan –no sé por qué– aquellos espléndidos versos de Góngora, en el siglo XVII, en su Fábula de Polifemo y Galatea : “Infame turba de nocturnas aves/ gimiendo tristes y volando graves”.

Culto a la belleza. Como buen esteta –eso creo ser– rindo culto a la belleza y me inclino, reverente, allí donde esté: la de la mujer, la de la naturaleza, y el arte en general, máxima expresión del espíritu humano, el mejor y mayor salto hacia los predios de la divinidad.

La Grecia clásica propuso y destacó los ideales más excelsos del hombre: la Verdad, el Bien y la Belleza –todos con mayúscula–. Inobjetable. En buena medida, toda la historia de la humanidad ha consistido, también, en tratar de realizar a plenitud esos tres arquetipos.

Creo, además, que el cultivo de la sensibilidad, del espíritu –en su acepción más amplia–, y su consecuente apreciación de la belleza allanan el camino a la captación del bien. O, si se prefiere, cuanto mayor sea la sensibilidad de un individuo, mayor será también su proclividad a la bondad. Se trata de una mera hipótesis, nada científicamente comprobable, pero casi juraría que así es.

Generoso oasis. Y algo más: la creación de belleza de los artistas –creados para crear, envidiables acaparadores de las nueve musas–, desgranada en música, pintura, escultura, arquitectura, danza, literatura y cine, es un generoso oasis para los demás mortales, donde reposa y recobra fuerzas el espíritu para, luego, enfrentar mejor las rastreras poquedades del diario acontecer.

Aparte de la literatura y el cine, me apasiona el arte que exacerba sentimientos y sensibilidad, despierta la imaginación, se apodera de los sentidos y no reclama sesudos análisis, ni apela al apolíneo entendimiento. Y es que para eso están los “críticos de arte”, atribuyendo e interpretando a menudo intenciones, esquemas y conceptos que jamás estuvieron en el ánimo del autor de la obra. Por poner un solo ejemplo, y en solo una de las ramas del arte, ahí están el inigualable Salvador Dalí y sus obras embriagadoras, con una exultante orgía de colores, formas y estupendos delirios. Un festín sensorial. Una dionisíaca vivencia.

Cierre abrupto. Absorto en interioridades, me he olvidado de que estas líneas van enrumbándose hacia un impúdico striptease existencial, cosa nada buena. Que nunca es aconsejable enseñar mucho a extraños… Tal como lo presentía, estoy ya arrepintiéndome. Cierro abruptamente el paréntesis para volver a las realidades exteriores, fuente inagotable de tormentas, tormentos y desasosiegos.

¿Cómo van las cosas, don Luis Guillermo? ¿Por qué, Maduro, te empecinas en ser tan bestia y desgraciar a todo un pueblo? ¿La OEA? Muy bien, gracias. ¿Sigue existiendo Latinoamérica? ¿Cuál será el próximo crimen de lesa humanidad perpetrado por ISIS?... ¡Qué mundo, este!... ¡Joder!... ¡Qué mundo, este!

Santiago Manzanal Bercedo es filósofo.