Un año de eficaz diplomacia

La diplomacia ha abierto caminos; recorrerlos será una tarea distinta y quizá más compleja

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En el primer nivel de nuestra mente, presumo que el 2015 quedará impreso como un período de atroz terrorismo, oleadas humanas casi épicas, implosión de Siria, avances extremistas en Europa y tensiones crecientes en los mares de Asia.

Seguirá grabada en nuestras retinas la diminuta figura de Alan Kurdi, con sus dos años de sufrimiento sirio ahogados en una playa turca. Su imagen irrepetible se impondrá sobre cualquier escena en que un grupo de hombres de mediana edad, con trajes oscuros bien planchados, discutan, y quizá firmen, complejos documentos.

Alan fue parte de la realidad singular y concentrada que vive (o muere) sobre los terrenos más duros. Los asépticos hombres, junto con una que otra mujer forman conjuntos amorfos y genéricos que poco dicen, salvo los compromisos que suscriben impulsados por su disciplina: la diplomacia.

Alan estuvo en el mundo “real”, el que golpea la moral y agita los sentidos. Los diplomáticos se mueven en una dimensión representativa, de efectos diferidos, condicionalidades y emociones pasivas.

Su trabajo raramente genera empatía y a menudo activa suspicacias. Sin embargo, también produce resultados capaces de transformar, para bien, las realidades que ahogan niños, desplazan poblaciones, sostienen dictadores, agudizan exclusiones, inducen a la guerra y hasta amenazan el futuro colectivo de la humanidad.

En el 2015, ese trabajo tuvo grandes falencias, como siempre, pero también condujo a un notable conjunto de acuerdos trascendentales en seguridad, desarrollo, comercio, finanzas y cambio climático.

Por ello, a pesar de la inaceptable excepción siria, de tantas otras tragedias y de incontables cambios múltiples en sus pros y contras, este fue una año de buena diplomacia.

Pacto nuclear. El logro más admirable fue el acuerdo para frenar las dimensiones militares del programa nuclear iraní.

A mediados del 2014, parecía que un conflicto armado sería inevitable, a menos que se optara por una virtual rendición frente a Irán. Pero gracias a un depurado despliegue de paciencia, tenacidad, atención a los detalles, rechazos, firmeza, flexibilidad, concesiones y potenciación de oportunidades, el cambio fue posible.

Pese a sus enormes diferencias, Estados Unidos, Rusia, China, Francia, el Reino Unido, Alemania y la Unión Europea lograron actuar como bloque frente a Irán, Israel, Arabia Saudita y otros escépticos del proceso.

En algún momento pareció que los conservadores y “guardias republicanos” descarrilarían el acuerdo en Teherán; en otros, que el torpedo llegaría desde su reverso en Washington: los republicanos intransigentes, aliados con el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu.

En julio pasado, sin embargo, logró sellarse el arreglo múltiple. Mejor aún, y pese a enormes desafíos pendientes, se ha estado aplicando. Esta semana los iraníes embarcaron hacia Rusia casi la totalidad de su uranio enriquecido, materia clave para producir armas nucleares.

Si este ritmo de cumplimiento se mantiene, pronto llegará el “día de aplicación”, que liberará más de $100.000 millones de recursos iraníes alrededor del mundo, permitirá la reanudación de sus exportaciones petroleras y reincorporará el país al sistema financiero global.

El impacto de estos cambios será monumental. No se puede descartar que refuercen la capacidad de Irán para intervenir en los conflictos regionales, fortalecer al régimen sirio y patrocinar a grupos armados como Hezbolá. Pero también podrá convertirlo en un jugador regional más responsable, recargar a sus sectores reformistas internos, incentivar a los grupos civiles, y debilitar la capacidad de chantaje de las monarquías sunitas del Golfo Pérsico.

Misión desarrollo. Durante los últimos días del 2014, el secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-Moon, pronunció una frase en nada exagerada: “Estamos en el umbral del año más importante para el desarrollo desde que se fundó la Organización”. Así sucedió en el 2015.

Sus expectativas de entonces, son logros diplomáticos hoy. Queda, por supuesto, la siguiente y aún más difícil tarea: transformar tres documentos esenciales en planes que generen acciones, para que estas, a su vez, mejoren las condiciones de vida en sus dimensiones económicas, sociales y ambientales.

El más amplio acuerdo para marcar la ruta de los próximos años fue adoptado el 27 de setiembre, durante una sesión especial de la Asamblea General de la ONU, a la que asistieron alrededor de 150 jefes de Estado y Gobierno, entre ellos el presidente Luis Guillermo Solís.

Si su título Transformando nuestro mundo: la agenda 2030 para el desarrollo sostenible resulta ambicioso, el contenido lo es aún más. Contiene 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), que van desde eliminar la pobreza extrema hasta lograr la igualdad de géneros, “facilitar el acceso a la justicia para todos y crear instituciones eficaces, responsables e inclusivas a todos los niveles”. De los ODS se derivan 169 metas, que aún será necesario descomponer en múltiples indicadores.

Dos meses antes, la tercera Conferencia Internacional sobre Financiamiento para el Desarrollo aprobó en Addis Abeba, Etiopía, un documento destinado a aplicar la Agenda 2030. Su mayor novedad consiste en ir más allá de la ayuda oficial al desarrollo e impulsar los aportes a centros académicos, organizaciones civiles, empresas e instituciones financieras públicas y privadas.

Finalmente, el 12 de diciembre, delegados de 195 países aprobaron por aclamación el más importante –y viable– acuerdo climático desde el Protocolo de Kioto (1992). Su combinación de compromisos nacionales y multisectoriales, iniciativas paralelas y mecanismos de seguimiento, representa un salto cualitativo en el enfoque diplomático de una materia tan contenciosa y crucial.

Ni la Agenda 2030 y las ofertas para financiarla garantizan el desarrollo, ni el Acuerdo de París, por sí mismo, salvará al planeta. Son, apenas, puntos de partida. Pero si bien desconocemos qué podrá venir tras ellos, sí sabemos que, sin ellos, ni siquiera tendríamos oportunidades de avanzar. La diplomacia ha abierto caminos; recorrerlos será una tarea distinta y quizá más compleja.

Dinero y comercio. La distancia entre el acuerdo y su implementación será más corta para el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (BAII). Su nacimiento, a mediados de año, fue un claro logro para China, gestora de la iniciativa y gran tutora de la nueva institución. Estados Unidos no logró impedir que aliados tan cercanos como el Reino Unido, Francia, Italia, Australia, Nueva Zelanda, Corea y Alemania se convirtieran en miembros fundadores, lo mismo que otros países clave, como Brasil, la India, Turquía, Indonesia, Malasia, Irán y Arabia Saudita.

Que Estados tan distintos y a menudo distantes se unieran tras la iniciativa, revela que las interacciones globales habitan distintos compartimentos: algunos (generalmente geopolíticos), son frecuentes ejes de conflicto; pero otros (a menudo económicos) imponen grados básicos de cooperación.

De no haber sido por el BAII, quizá el Congreso estadounidense no habría ratificado hace pocos días, y tras varios años de mora, el cambio al sistema de cuotas del Fondo Monetario Internacional, que impulsará una mayor influencia y compromiso de las economías emergentes en la institución. Esta, a su vez, ganará en recursos, eficacia y legitimidad, para bien, entre otros, del propio Estados Unidos.

El cambio estuvo precedido, en octubre, por un triunfo clave de la diplomacia comercial estadounidense: la suscripción, por 12 países que representan el 40% del producto interno bruto mundial, del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica.

Además de las enormes oportunidades que abrirá a sus socios, este pacto de libre comercio plantea un serio desafío a China: o incorporarse, lo cual implica aceptar reglas liberales, o mantenerse al margen y perder competitividad e influencia.

El abanico diplomático se cerró en Asia hace apenas seis días, con un arreglo en apariencia menor, pero esencial para el balance de poder en la zona. Tras prolongadas y viscerales disputas sobre la explotación sexual de mujeres durante los 35 años de ocupación japonesa en Corea, ambos países acordaron poner fin al diferendo. Se abre así la vía para una reconciliación plena y, por supuesto, una coordinación más estrechas de sus estrategias –y las de Estados Unidos– frente a China.

La incertidumbre. Contener la posibilidad de un conflicto nuclear. Apostar al desarrollo en armonía con el ambiente. Combatir el cambio climático. Reformar y ampliar el sistema financiero internacional. Impulsar el libre comercio. Potenciar intereses geopolíticos compartidos. Eliminar atavismos históricos para facilitar una alianza plena.

Por ahora conocemos los exitosos desenlaces formales de estas iniciativas. Si su impacto directo en el terreno está por verse, aún es más difícil precisar sus posibles efectos de retroalimentación a mediano y largo plazo, producto de la acción-reacción entre las variables múltiples e incontrolables que se activen desde los acuerdos.

Todo lo anterior genera incertidumbre. Pero también, junto a fracasos ofensivos, abre esperanzas para abordar enormes desafíos o apalancar oportunidades dormidas. En esto ha consistido el aporte de la diplomacia durante el pasado año.

Basta con un solo Alan Kurdi, tendido exánime en una playa turca, para que estemos insatisfechos. Ni qué decir cuando la suma de ahogados, calcinados, desplazados, reprimidos, irrespetados, perseguidos o silenciados es de millones.

Quisiéramos soluciones inmediatas, pero no existen. Por esto, junto con la acción rápida y puntual, que nunca debe cesar, tiene que activarse la diplomacia, con sus tiempos y dinámicas un tanto arcanos, pero indispensables. Es una tarea en apariencia ritual y elitista, que a menudo irrita y siempre parece distante. Pero bien orientada puede evitar cosas peores e impulsar otras que permitan mejorar.

Con su contradictoria heterogeneidad, el 2015 se ha tratado, en parte, de esto.