Tico comoel gallo pinto… pero kosher

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Para el antisemita no hay argumento que valga. Cuando el judío es reservado y procura no llamar la atención, se le acusa de elitista y apátrida que no se mezcla con la población criolla. Pero, cuando se involucra en la cosa pública, es un extranjero que quiere adueñarse de los recursos nacionales para beneficio de su colectividad. Si se preocupa por el agro, tiene algún interés comercial en detrimento del campesino nacional. Y, si no le interesa el agro, es porque el judío es un comerciante sin arraigo ni nexo emocional con la tierra del país donde reside.

Mis cuatro abuelos, como los de la mayoría de los judíos ticos, llegaron a Costa Rica en la década de 1920, con el equipaje que pudieron cargar y con una mano adelante y la otra atrás. Ninguno provenía de dinero ni tenía estudios formales. Tampoco hablaban español, pero traían muchas ganas de aprender y trabajar para sacar a sus familias adelante.

Provengo de una familia privilegiada, que tuvo la suerte de llegar a un país donde encontró respeto, tolerancia, libertad de culto y abundantes oportunidades para desarrollarse en los planos espiritual, profesional, intelectual y económico. Mis abuelos enfrentaron el rechazo de algunos sectores de la población en la efervescencia de la época de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, pasados esos años turbulentos, habiendo llegado la población costarricense a conocer a estos “extraños” y dándose cuenta de que eran personas de bien que a nadie molestaban con sus creencias exóticas, los acogieron como iguales. Diferente suerte corrió la parte de la familia que se quedó en la vieja Europa: murió en el Holocausto nazi.

Recuerdo en mi infancia haber acompañado en múltiples ocasiones a mi abuela en su ruta de “polaqueo”. ¡Cómo se alegraba la gente al verla!: “Pase adelante, doña Dora, tómese un cafecito recién chorreado”, “Vea qué corronga se ve m’ija con la blusita que usted le trajo el mes pasado”, “Qué cabellera tan roja la de su nietillo, doña Dora, parece que no se puede dormir cerca de él porque en la noche alumbra toda la habitación”.

Una vez el Gato Félix, aquel delincuente famoso de los años setenta, entró a la zapatería de mi otra abuela en el Mercado Central y, sin más, le dijo: “Me vienen persiguiendo los pacos, doña Ester, pero a su tienda no pueden entrar. Quédese tranquila, que no le voy a hacer ningún daño; nada más necesito que me deje quedarme aquí un rato”. Me impresionó sobremanera la capacidad de mi abuela para manejar una situación que hoy la prensa definiría como toma de rehenes. Con calma y buenos argumentos, mi Buba Ester logró convencerlo de entregarse y, al cabo de unos treinta minutos, eso fue lo que hizo. Lo que más me sorprendió, sin embargo, fue que don Félix Araya conociera a mi abuela y supiera su nombre. “Es que su esposa es cliente mía”, me explicó.

A doña Dora poco le faltaba para prenderle velitas al Dr. Rafael Ángel Calderón Guardia; si no lo hacía, es porque ese concepto no existe en nuestra religión. Estando mi padre recién nacido se enfermó –de gravedad, según mi abuela– y fueron de inmediato a llamar al Dr. Calderón Muñoz, su médico de cabecera. Justo ese día, el doctor estaba enfermo, por lo que mandó a atender la emergencia a su joven hijo, que recién había regresado al país después de haber completado sus estudios en Bélgica. Que el Dr. Calderón Guardia haya salvado a mi tata explica la veneración de mi abuela.

Durante la Guerra Civil, doña Dora decidió viajar de San José a Cartago para llevarle víveres a su hermana, que estaba pasando penurias. No sé si estaba consciente de los peligros del trayecto, pero, conociéndola, poco le hubiera importado. Lo más importante era ayudar a su hermana (que había llegado a Costa Rica con el dinero que mi abuela le pudo enviar después de algunos años de arduo trabajo). Cruzando el Alto de Ochomogo, fue detenida por las fuerzas revolucionarias de don Pepe. No fue más que un susto, y, al cabo de unas horas, pudo doña Dora continuar su viaje… aunque sin los víveres.

Mi papá fue uno de los primeros “polaquitos” en nacer en Costa Rica, y, gracias a sus propios esfuerzos y a los de mis abuelos, pudo estudiar medicina, carrera que en ese entonces no se ofrecía en el país. A su regreso, el Dr. Willy Feinzaig ejerció su profesión como empleado de la Caja en el Hospital San Juan de Dios, donde trabajó hasta una semana antes de su muerte. Y quien esto escribe, graduado con orgullo de la Universidad de Costa Rica, regresó al país, luego de sus estudios de posgrado en Estados Unidos, para trabajar en el Gobierno. La vocación de servicio corre en nuestra sangre, y no es extraña en nuestra comunidad.

Como viceministro, y en las demás funciones que ejercí en el sector público, fui muchas veces interpelado, cuestionado y hasta investigado. Algunos dudaron de mi preparación, de mis capacidades y, supongo, de mi honorabilidad. Pero nunca mi religión ni el origen de mi familia fue un problema para nadie. Diferencias ideológicas –como cándidamente confesó a este medio el presidente de la comisión legislativa que me investigó– motivaron la mayoría de los cuestionamientos, entendibles en un país donde la mitad de la población no cree en la provisión privada de los servicios públicos, y la otra mitad no vemos el pecado.

Los judíos “polacos” no llevamos mucho tiempo en Costa Rica: los primeros arribaron hace unos noventa años. Pero nuestra historia es la historia de la Costa Rica del siglo XX y de los albores del siglo XXI; nuestro camino se confunde de una manera íntima e inextricable con el de esta patria bendita, a la cual hemos aportado en campos tan variados como la literatura y el teatro, la música, la medicina, la ingeniería, el emprendedurismo, la industria, el comercio y, por supuesto, la política.

Por todo esto es que encuentro tan lamentable la diatriba antisemita de un diputado que, en su afán de cuestionar las actuaciones de un funcionario público, ofendió a todo un pueblo, y muy particularmente a la comunidad judía costarricense. A nadie le permito que cuestione mi compromiso con Costa Rica, mucho menos al diputado Oviedo, que probablemente nunca haya oído hablar de mí, pero que tuvo la “gentileza” de incluirme por asociación en su descomunal e insensata andanada contra la judeidad de don Luis Liberman.