¿Tarde o temprano?

Es fácil entender por qué los cubanos quieres salir de su país en busca de un futuro mejor

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Hay ciudades a las que he tenido la impresión de haber llegado tarde, de haberme perdido su época de mayor esplendor. En La Habana, esa sensación es inevitable.

Ahí, como en toda Cuba, algo se detuvo en 1959, pero no fue el tiempo. Este siguió su curso inexorable devorando capas de pintura, arrancando a mordiscos pisos y paredes, corroyendo techos, varillas y toda pieza de metal, desactualizando cientos de objetos que aún funcionan solo gracias al ingenio de los millones de cubanos que, como magos, los reviven una y otra y otra vez.

Salvo un gran monumento de gris soviético, en La Habana no se ha construido nada después de la Revolución. Sus millones de habitantes tienen el deterioro fijado en la retina; varias generaciones no saben que lo normal no tiene que ser habitar casas y edificios destrozados, ni moverse entre basura, malos olores y un sistema de transporte insuficiente, obsoleto y contaminante.

Como asoladas por una guerra, La Habana, Matanzas, Santiago y otras ciudades se convirtieron poco a poco en estampas en sepia, cuya monotonía es rota solo por el colorido de la ropa tendida en los balcones y por la llamativa paleta de colores con que pintan los viejos carros que recorren las calles en busca de pasajeros que alivien la difícil situación de cada habitante del país.

En La Habana también sobresalen las principales plazas y edificaciones de valor histórico que han sido restauradas por Eusebio Leal, “el historiador”, y el verdor de algunos parques de esa joya arquitectónica Patrimonio de la Humanidad.

Consecuencias del sistema. Con un salario mínimo mensual de $12 y una raquítica canasta básica subsidiada, la mayoría hace maromas para adquirir lo necesario para vivir con cierta dignidad, en los caros y mal abastecidos mercados y almacenes.

Gran parte de los alimentos son importados porque en las tierras repartidas en la Reforma Agraria, sin insumos, tecnología ni encadenamientos adecuados, muy pocos logran producir más que para el autoconsumo. Rodeados por el mar, los únicos cubanos que comen pescado son los que se apostan con su caña en algún punto de la costa; pero a los turistas no les hace falta el pescado ni la langosta.

“Hay que trabajar en turismo –dice Suzett, una camarera– porque pagan mejor y hay propinas. Además –reconoce con pena– el ‘todo incluido’ incluye al turista y a los empleados, pues todos se toman algo por aquí y por allá para usar o revender. Es la única forma de sobrevivir”.

El régimen es omnipresente y miles de miembros de los Comités de Defensa de la Revolución que hay en cada cuadra permanentemente levantan informes sobre cualquier actividad irregular de los vecinos.

“Así nos ha hecho el sistema: nos vigilamos unos a otros”, cuenta Alexánder, ingeniero taxista.

La Revolución nacionalizó todo tipo de producción solo para manejarla con tal ineficiencia, que sin la abundante ayuda soviética el régimen castrista se habría desbaratado hace años.

Tras la caída de la URSS, vino el “período especial” en que escaseaba todo y muchos no se murieron de hambre solo porque siempre hay algún pariente dispuesto a socorrer al más necesitado. El posterior empujón chavista permitió cierta recuperación, pero ha ido disminuyendo, y sin duda, caerá más después de los recientes resultados electorales de Venezuela.

Para una demócrata es difícil entender que es el Estado el que fabrica jabón, helados, botellas, ron, puros, jugos y casi todo lo de consumo diario; administra bares, cabarets, restaurantes, peluquerías, taxis, cadenas de almacenes de lo que sea, y presta todos los servicios disponibles.

Hay unas cuantas empresas de capital mixto, pero solo con grandes corporaciones extranjeras. Para la mediana y pequeña empresa extranjera es imposible hacer negocios en Cuba –o con el régimen, que es lo mismo–.

Cambios. Desde hace unos años se permite cierta iniciativa de los particulares, pero muchos prefieren no prosperar, porque hay una doble moral en eso de la iniciativa privada: al que le va muy bien, el gobierno lo acosa o le cierra el negocio. ¿Con qué excusa?, pregunto. “Aquí el gobierno no necesita excusas; te cierra y punto”.

No es extraño, entonces, que miles de cubanos estén dispuestos a hacer sacrificios impensables para buscar un futuro mejor fuera de ahí.

Los que no salen, aún sueñan con vivir bien y con libertad en su propia tierra, con su gente, su lengua, su comida, su música y su cultura. Aprecian el sistema de salud y de educación. Hay decenas de museos y se promueven con ahínco el deporte y la cultura local, así como la historia oficial.

En las librerías, casi solo hay literatura de culto revolucionario, pero los libreros no oficiales suplen otras obras a quien las logra pagar. Internet, si bien carísima, empieza a ser accesible y traerá cambios irreversibles. La libertad de pensamiento metió el pie en la puerta y ya nadie se lo saca.

Los cambios que han empezado a darse en los últimos años están rehabilitando la dignidad del pueblo cubano, y lo sucedido en Venezuela puede devolverle su idealismo. Sin embargo, se necesita apoyo comprometido y contundente de la prensa y la comunidad internacional para acabar con la represión y construir una democracia.

Quiero pensar que a La Habana no llegué tarde, sino temprano; que lo mejor está aún por venir y me encantaría regresar para verlo.

La autora es abogada.