Sueños del dinosaurio

Fernando Pessoa: el hombre es un animal que despierta, sin que sepa dónde ni para qué

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El sábado antepasado fue un sábado distinto, sin lectura, con predominio de la imagen y lo acústico: en la mañana vi una película de Tin Tan de 1949, Calabacitas tiernas; en la tarde, me fui a ver ópera de cámara (expresionismo alemán de principios del siglo XX) y, al volver a casa, en vez de ponerme a leer, vi una película austríaca de suspenso. Finalmente, a la cama.

Horas antes, durante la siesta sin sueño del mediodía, había pensado cuánto esfuerzo hago en escribir libros o armar antologías, y después en tratar de que salgan a la luz. Nada o casi nada pasaba después, aunque el libro, en el mejor de los casos, ganara un premio o tuviera una reseña favorable: no había mayor incidencia en el mundo cotidiano.

En la noche, con el sueño largo, vinieron los ensueños breves. Recuerdo el último, el que me despertó y me llevó a la computadora a tratar de transcribir la experiencia onírica. Caminaba por San José con Manuel Picado, viejo amigo que pasó de la literatura al psicoanálisis, del símbolo al signo, de la expresión a la interpretación.

Me llama la atención cómo, con más de tres décadas de haberlo dejado, San José sigue siendo un lugar recurrente en mis sueños. Yo me fui de allá pero él no se ha ido de mí. Sigue vivo en mis entrañas y, a la menor oportunidad, sale a la superficie con toda su belleza y su fealdad.

Llegan entonces a mi memoria algunos versos del poema de Eunice Odio a la ciudad de San José, como campanadas de madrugada: “Alguien, algo me espera/ a 11 grados de latitud norte,/allá en una ciudad/ donde alguien me dio una cita/ con renovado acento,/ pero olvidó su nombre por mi nombre (…)./ Es casi imposible no amarla desde lejos./ De cerca es otra cosa”.

El escritor. Pues bien. Manuel y yo veíamos casas viejas y deterioradas que iban siendo tiradas por la codicia y la ignorancia. En algún momento del sueño, estábamos en pleno Cementerio General. Yo hablaba y Manuel escuchaba (como corresponde a un buen psicoanalista) y yo mencionaba (en algún momento incluso con la voz entrecortada, al borde del llanto –¡qué patéticos podemos ser en los sueños!–) que la literatura también moría, como esas casas en ruinas que habíamos visto, como los cadáveres que nos rodeaban bajo las losas.

Hablaba en el sueño de mí mismo como escritor, aferrado a una práctica obsoleta que el nuevo mundo dejaba de lado atraído por el ruido y la imagen, por la velocidad y el desplazamiento, y que si yo fuera joven y astuto me lanzaría a hacer cine: contar historias con otro lenguaje y con otra tecnología.

Pero no. Con más de medio siglo a cuestas, acepto sin remilgos mi destino de calamar en su tinta: mi vocación literaria se definió en un tiempo (los años ochenta del XX) en que todavía la literatura (latinoamericana o no) tenía cosas que decir, y las decía muy bien. Y había oídos para escuchar y ojos para leer.

La literatura por entonces era, o parecía ser, importante, no solo para el escritor sino para los lectores y la sociedad. Hoy no, está de retirada; en el mejor de los casos entretiene, a masas o a élites poco importa, pero ya no posee –ni se le pide– aquella función de profundizar y explorar mundos y símbolos (no solo describir y criticar), tal vez porque la idea misma de profundidad ha dejado de tener sentido y se vive surfeando en las superficies posmodernas.

Claro, desde hace años me di cuenta de la pérdida de lugar de la literatura (su atopía) y sin embargo seguí, he seguido con ella, como emisario del pasado y de la muerte. No se asuste, mi querido lector optimista, pues sin pasado ni muerte no hay presente ni vida, y menos futuro. Todo esto lo sabía con la cabeza, pero esa noche lo supe con el corazón, con las tripas, desde la negrura del sueño. Sin amargura ni queja.

Libro de papel. Pese a la posmodernidad, en alguna parte de mi psique (como el sueño me hizo darme cuenta) sigo anclado a la vieja idea de literatura, la de papel y escritura a mano, la de bibliotecas físicas, la de libros con olor a polvo y moho, la literatura con pretensiones humanistas, todo esto sin importar que hoy lo humano se nos haya ido como agua entre los dedos.

Y es que mi generación literaria fue bisagra, con un pie en la literatura maximalista del bum y otro en el minimalismo nihilista o comercial de la actualidad. Una surgida con aquella visión literaria en grande, la otra hecha con los que vinieron después y nacieron en este “nuevo” mundo que para ellos no es algo construido sino natural: el de la imagen, el ruido y la velocidad como modos sociales.

Ay, qué duda cabe: me he convertido en un dinosaurio de las letras y se acerca la hora de mi extinción. Levanto mi vista al cielo en busca del meteorito liberador.

Cuando desperté, el dinosaurio todavía estaba en mí.

El autor es escritor.