Sol poniente

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A los diez años de edad, somos poema. A los veinte, epopeya. A los cuarenta, novela. A los sesenta, ensayo filosófico. A los ochenta… algunos vuelven a ser poemas, otros se convierten en pasticcios de sí mismos, parodias y grotescos contrafacta .

Cada vez que toco una pieza al piano, vivo con ella su nacimiento, juventud, apogeo, vejez y muerte. Y, la verdad sea dicha, no gozo menos del poniente que del alba.

Aún más: honro, de manera especial, la coda, ese pasaje que corresponde a su consumación, su gozosa o atroz extenuación. Es siempre bello. ¿Por qué no habría también de serlo la vejez biológica? ¿No debería ser disfrutada y abordada con la misma intensidad y esmero? ¡Vamos, escanciemos nuestra pieza hasta la hez, y extraigamos las últimas moléculas de gozo de esos acordes finales!

Gozo intensivo. La vejez nos fuerza a sustituir el gozo extensivo por el gozo intensivo. Ya no caminaremos diez kilómetros, pero los pocos pasos que demos por nuestra habitación nos harán el efecto del periplo de Magallanes. Ya no haremos el amor como faunos, pero la menor caricia –¡una simple mirada!– adquirirá una inusitada significación, y quizás se convierta en la epifanía erótica de nuestras vidas. Ya no comeremos pantagruélicamente, pero sí tendremos la oportunidad de descubrir ese irrepetible, singular prodigio que es una naranja, y la experimentaremos como una revelación.

La vejez nos devuelve el espíritu de émerveillement de la niñez… con la consciencia y lucidez del viejo.

¡ Ars vivendi !

El autor es pianista y escritor.