Servicio exterior: un debate necesario

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El debate que La Nación (Entre líneas, 8/2/2015) plantea sobre nuestro servicio exterior es sustancial. En algún momento, el país debe plantearse seriamente cómo hacer para conciliar la existencia de un servicio exterior eficiente, permanente y profesional, frente a la libre designación de los funcionarios diplomáticos que el artículo 147 de nuestra Constitución confiere al Poder Ejecutivo por medio del Consejo de Gobierno. Pese a que la carrera diplomática fue establecida en el Estatuto de Servicio Exterior de 1965, no comenzó seriamente a implementarse sino a partir de la administración de ese canciller de lujo que fue don Rodrigo Madrigal Nieto.

A partir de entonces, y con altibajos, la carrera diplomática comienza a sufrir una transformación que hoy día nos permite tener funcionarios con formación académica adecuada y dedicación permanente, lo que permite al país dar continuidad a una política exterior seria y consecuente.

Ha habido administraciones que han tratado de fortalecer la carrera, mientras otras, al vaivén de intereses políticos pasajeros, la han querido debilitar. Casi podría uno afirmar que ello va en proporción contraria al mayor o menor conocimiento del ministro de turno de lo que es una diplomacia moderna. Algunos ministros han querido imponer su voluntad y pagar con puestos en el servicio exterior favores políticos contraídos durante la campaña. Para decirlo muy puntualmente, han pensado más en el interés del partido que en el interés del país.

Formación adecuada. Un buen servicio exterior debe tener algunos componentes mínimos para ser verdaderamente eficiente. Uno de ellos es precisamente la formación adecuada de quienes vayan a servir en él. Formación que debe ser constante y no sólo de inicio. No basta un título académico ni el manejo eficiente de uno o dos idiomas, sino la permanente formación para adaptarse a la realidad de un mundo internacional en constante cambio. Ya no se puede concebir, como en el pasado, que una vez ingresado a carrera, el funcionario ascienda sólo por el paso del tiempo, sino que se tome en cuenta su actualización académica, su dedicación y la aprobación de cursos de refrescamiento, como se hace hoy bajo la supervisión del Instituto de Servicio Exterior. De otra forma, lo que se obtiene es una camarilla de burócratas, que una vez ingresados a la carrera ascienden como por una escalera automática, que por inercia los lleva a la cima, que es el rango de embajador.

Especialización. El ejercicio de la diplomacia moderna implica no solo conocimiento, sino especialización. No es lo mismo la diplomacia bilateral que la multilateral. Y si bien el diplomático actual debe estar capacitado para servir en ambos campos, es aconsejable la especialización, por áreas o regiones, de manera que el funcionario diplomático, conforme pase el tiempo, adquiera más destreza en el área de su especialización y pase por distintas experiencias profesionales a lo largo de su carrera.

En el lenguaje coloquial del mundo de las organizaciones internacionales, se habla de la línea Revlon para referirse a los funcionarios que se mueven a sus anchas entre Nueva York, París y Ginebra, con propiedad y conocimiento, en especial en los mandos medios. Algunos llegan a ocupar las jefaturas de misión, antes reservadas a políticos, poetas o para exilios dorados de incómodos contrincantes.

Rotación. Ya no se concibe el diplomático estancado en un solo destino, que terminaba en algunos casos identificándose más con el país en que servía que con el país al que servía, y que visitaba Costa Rica casi siempre de vacaciones. Ni el que hace del exterior su residencia permanente saltando de un país a otro. El diplomático moderno debe rotar del servicio exterior al servicio interno para aportar su conocimiento y ayudar con su experiencia en la formación de nuevos diplomáticos.

Permanencia. El diplomático debe tener asegurada su permanencia en el servicio, lo que no debe confundirse con inmovilidad en el cargo, pues está sujeto siempre a estrictas normas de conducta, al cumplimiento de las instrucciones recibidas y al ejercicio digno de su cargo, no solo haciéndolo con eficacia, como es su deber, sino con el decoro debido y el respeto a las normas legales, reglamentarias y protocolarias respectivas. No cumplir con ello constituye causa grave para su destitución.

¿Cómo designar? Si el país tiene, como la tiene ya, una carrera diplomática adecuada, que garantiza la eficiencia y acaba con la improvisación del pasado, el debate sobre la designación de los embajadores se traslada a otro nivel. ¿Deben ser todos de carrera, de libre elección, o debe haber un sistema de designación mixta? ¿Deben los embajadores ser designados solo por el Poder Ejecutivo o conviene un sistema de competencias compartidas, en que el Ejecutivo propone y el Legislativo aprueba? ¿Cuál es el ideal?

Algunos países han adoptado el sistema de la designación limitado a los funcionarios de carrera, con muy pocas excepciones (Chile, Brasil, España); otros, la libre designación (Costa Rica), y otros, la de cuotas, no necesariamente fijas, pero balanceadas entre embajadores de carrera y designados políticos (Estados Unidos), lo cual pareciera ser el sistema más adecuado a nuestras circunstancias. Pero en esta, como en las anteriores administraciones, se ha notado una mayor preferencia por la designación política, y, por qué no decirlo abiertamente, de empresarios, políticos y politólogos, en demérito de los embajadores de carrera.

En cuanto al ejercicio de competencias compartidas (Estados Unidos o Perú), es un tema que en nuestro país, aunque se ha planteado, está sujeto a una reforma constitucional de los artículos 140, inciso 12, y 147, inciso 3), lo cual posiblemente sería ilusorio alcanzar a corto plazo, aunque resulte sano, pues ciertamente el embajador representa a su Estado, aunque sea designado por el Ejecutivo. No se es embajador del presidente tal o cual, como algunos acostumbran decir, no sin cierto grado de petulancia e ignorancia, sino de Costa Rica.

Tal vez la llegada de un ministro como Manuel González, con experiencia, buenas intenciones y preocupado por el buen funcionamiento de nuestra diplomacia, permita que mediante reformas al Estatuto del Servicio Exterior, y no sólo por vía de decreto, algunas de esas metas se puedan lograr.

El ideal sería que los funcionarios ingresaran a la carrera sólo una vez aprobados los cursos del Instituto de Servicio Exterior Manuel María de Peralta, lo que constituiría el mejor homenaje que esta administración pudiera rendir a don Rodrigo Madrigal, uno de los mentores políticos del actual presidente, Luis Guillermo Solís.

El autor es exdirector del Instituto de Servicio Exterior.