Ser democráticos

Un Estado laico democrático es aquel que valora positivamente la libertad religiosa

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Una verdadera democracia ha de tener como centro la persona humana y sus derechos fundamentales, y promover los valores específicamente democráticos, entre los cuales aparece como muy importante la propiedad privada y su función social.

Hay valores inmutables que no son fruto de un consenso humano, sino que son dados a toda la humanidad a través de su naturaleza y constituyen el tesoro común para todos los hombres. Acogerlos como un bien común es también una responsabilidad democrática.

La democracia no es incompatible con la referencia a una moral objetiva, anterior y superior a las instituciones democráticas de la sociedad y de la convivencia.

Hay como un común denominador de toda la humanidad que debe estar presente y muy bien respetado en la vida democrática.

Las instituciones y los procedimientos democráticos no son la última referencia moral de los ciudadanos, el principio rector de la conciencia personal, la fuente del bien y del mal. Ver las cosas así conduciría a una mentalidad relativista de la vida y escondería un peligroso germen de autoritarismo, como Creonte, el tirano de Tebas.

Viviríamos al vaivén de las sucesivas asambleas legislativas. Ya tenemos unos detestables precedentes de democracia deteriorada en el nazismo, originado en una sociedad del pasado siglo democráticamente y también en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas que se atrevía a llamarse democracia.

Borraron de su agenda los valores comunes de toda la humanidad y generaron una cultura mutilada de los valores permanentes y universales, que ya reconocían los atenienses como leyes no escritas, pero inmutables cuya vigencia no es de ayer, sino de siempre, y nadie sabe cuándo aparecieron.

Autoritarismos anacrónicos. Parece que la historia –ni la reciente– no nos enseña, y ahora en nuestro continente estamos enrolados democráticamente hacia rutas de autoritarismos anacrónicos poco democráticos y peligrosos para la libertad de las personas y las sociedades intermedias.

El bien y el mal no pueden quedar determinados por decisiones de unas pocas personas, ni tampoco por decisiones de las de asambleas legislativas o intereses de grupos ideológicos mientras ejercen el poder real, político y económico.

Esto es contrario a la verdadera democracia que no debe borrar nunca de su agenda el respeto a los valores universales, anclados en el fondo de las conciencias de todos los hombres, y que no son propios y específicos de ideologías partidistas, sino de toda la humanidad.

La razón natural, esa conciencia presente en la intimidad de toda persona, ve las cosas de otra manera. La democracia no pretende ser un sistema completo de vida. Antes de los procedimientos democráticos y sus normas está el valor ético y natural de la persona humana.

Educación integral. Para lograr establecer una verdadera democracia es necesario buscar honestamente la verdad sobre el hombre y la recta formación de su conciencia de acuerdo con esa verdad, lo que llamamos en Costa Rica: “educación integral”.

Esa fue la enseñanza continua de Juan Pablo II, que no cesó de recordar la dignidad de toda persona, sin discriminaciones de raza, lengua, religión, cultura, nivel económico. El daño más grande que impide la fraternidad entre los hombres es el relativismo imperante en los ambientes ideológicos actuales como un fruto de la presente modernidad.

Es sumamente peligroso para la buena salud de una democracia la actitud de quienes rechazan los criterios morales comunes y universales, ni comprenden el ejercicio de la libertad concordante con la luz que dan los correctos códigos de comportamiento común.

Entre los ingrediente fundamentales de la democracia está también el respeto a la libertad religiosa, que es parte primordial del bien común y de los derechos de los ciudadanos, y que el Estado y las diversas instituciones políticas deben respetar y acoger.

Libertad religiosa. Un Estado laico, verdaderamente democrático, es aquel que valora positivamente la libertad religiosa de sus ciudadanos. Forma parte del bienestar de los habitantes de un país el que puedan profesar y practicar la religión que les parezca, en conciencia, más conveniente.

Cuando un Estado se opone a la vida religiosa o pretende reducirla a la vida privada, ya no se conduce como un Estado laico, respetuoso de sus ciudadanos, sino que se comporta como Estado autoritario con un germen tal vez aparentemente democrático, pero falso.

El menosprecio y la intolerancia, en relación con la presencia de la religión, como observamos ahora en algunos países europeos enfermizos, debe ser denunciado como una actitud poco democrática.

La sana laicidad democrática conlleva que el Estado reconozca a la religión “como presencia comunitaria pública”. “La religión es la mayor rebeldía del hombre que no tolera vivir como una bestia, que no se conforma, no se aquieta, sino trata y conoce al Creador” –cfr- Amigos de Dios, San Josemaría, n. 38-.

El autor es sacerdote.