Seguridad en tiempos del cemento chino

Casi con certeza, Costa Rica acabará el año con la tasa de homicidios más alta de su historia

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

De todos los efectos del escándalo del cemento chino, uno de los peores sea acaso el más silencioso. No por casualidad, el secuestro del debate nacional por este caso –que ya lleva meses– se ha producido cuando la elección se aproxima, justo en el momento en que deberíamos esperar y exigir que se discutieran los desafíos más serios del país. Me temo que eso no pasará y todos perderemos por ello.

Ninguno de esos desafíos me preocupa más que el deterioro de la seguridad en el país. En esta materia, Costa Rica ha experimentado un grave retroceso en los últimos tres años, tras el progreso logrado en la administración anterior.

Casi con certeza, Costa Rica acabará el año con la tasa de homicidios más alta de su historia, por encima de 12 por 100.000 habitantes, un nivel superior al que la OMS considera como una situación epidémica de violencia (10).

En el 2013, esa cifra era 8,7, la más baja de Centroamérica. Hoy, Nicaragua y Panamá están por debajo de nosotros. No solo eso: de acuerdo con datos del Barómetro de las Américas de Lapop, el porcentaje de población que ha sido víctima de un delito en el último año pasó del 12,5 % en el 2014 al 22,1 % en el 2016, un nivel que nos sitúa por encima de Nicaragua, Panamá y, asombrosamente, Honduras.

Uno de los peligros de la situación actual es que nuestra sociedad preste atención a los charlatanes y medicastros que ofrecen mano dura contra la delincuencia como cura milagrosa para nuestros quebrantos. Eso no funciona así y la experiencia del norte de Centroamérica lo demuestra con creces. Detener la espiral de violencia que sufre Costa Rica requiere de una estrategia compleja construida sobre, al menos, cuatro pilares:

Información. Es imposible hacer política de seguridad sin un uso sofisticado de la información: datos en tiempo real y georreferenciados sobre el comportamiento de la delincuencia; datos, modelos estadísticos y algoritmos sobre los factores que aumentan la probabilidad de hechos criminales; datos sobre el desempeño policial, que permitan evaluar en las cuadras lo que se está haciendo.

Como lo demuestra el exitoso Plan de Vigilancia Comunitaria por Cuadrantes, de la Policía Nacional de Colombia, esto es indispensable, aunque solo sea para asignar eficientemente los recursos escasos.

Las conductas delictivas están concentradas en pocos lugares y personas. Una muestra reciente de cinco ciudades de América Latina indica que el 50 % de los homicidios ocurre en el 1,6 % de las cuadras.

En un país donde el Ministerio de Seguridad ni siquiera hace encuestas periódicas de victimización –el instrumento más elemental para conocer el comportamiento del delito– todo esto suena a quimera. Pero nada es más importante: sin datos seguiremos haciendo políticas al son de ocurrencias. La seguridad en Costa Rica no necesita mano dura, necesita ciencia.

Control territorial. Una proporción creciente de los homicidios en Costa Rica corresponde a ajustes de cuentas por narcotráfico. Tras ello, hay disputas por territorios, casi siempre áreas donde la autoridad del Estado ha dejado de imperar. Los barrios más problemáticos en términos de violencia necesitan urgentemente la presencia masiva y coordinada del Estado, en asocio con la comunidad.

Hay que ocuparlos (literalmente) con la Policía, pero detrás de la Policía debe marchar la inversión social: la mejora de la infraestructura escolar, los centros de capacitación del INA, los centros de cuidado de menores, la inversión en instalaciones deportivas, etc.

Es esto, en esencia, lo que hizo posible la reducción dramática de la violencia en ciudades como Bogotá y São Paulo. Recuperar cada uno de nuestros pequeños “Estados fallidos” tiene que ser un proyecto no del Ministerio de Seguridad, sino del Estado, con un gerente responsable que reporte al presidente, con objetivos, líneas de acción claras y muchos recursos.

Coordinación. La política de seguridad no puede estar aislada de la política social. Esa ha sido la norma desde siempre. Hay múltiples ejemplos de la urgencia de establecer orgánicamente esa conexión. Menciono uno entre miles: en América Latina, un incremento de la tasa de embarazos adolescentes está asociado a 0,5-0,6 homicidios adicionales por 100.000 habitantes.

¿Qué debe hacer la política social para romper ese vínculo? Lo primero es abandonar la mojigatería y tomar la educación sexual en serio. Lo segundo es establecer un programa similar al extraordinario Mãe Coruja (“Madre lechuza”) del estado de Pernambuco, en Brasil, que coordina las labores de nueve ministerios, municipios, universidades y ONG para proveer atención prenatal, perinatal y posnatal (hasta cinco años después) a madres en situación de vulnerabilidad, proveyéndoles en forma coordinada, además de la atención médica básica, acceso a mejoras en nutrición, entrenamiento en técnicas parentales, capacitación para la generación de proyectos de emprendimiento, etc.

Lo tercero es fortalecer la estructura de cuido creada por la administración anterior, que es en muchos casos el único instrumento que permite a esas madres incorporarse a oportunidades productivas sin abandonar a sus hijos a su suerte.

Ninguna estrategia de seguridad puede funcionar a largo plazo si no se hace todo esto y más para mejorar las oportunidades de los niños nacidos en situaciones vulnerables, las de sus madres y las de sus comunidades.

La seguridad ciudadana no es un asunto del Ministerio de Seguridad. Es un proyecto de todo el Estado. Esa es la coordinación que hace falta.

Confianza. De acuerdo con datos de Lapop, en el 2014, solo el 37 % de la población manifestaba tener confianza en la Policía. Esto rompe la imprescindible colaboración de la sociedad en el trabajo de la Policía e impacta negativamente la denuncia de los delitos.

Solo el 23 % de los delitos se reporta a las autoridades, una proporción mucho menor a la que prevalece en los 30 países industrializados cubiertos por la Encuesta Internacional de Victimización (47 %).

La consecuencia obvia de la resistencia a reportar los delitos es la impunidad y la existencia de un poderoso incentivo favorable a la conducta delictiva. Hay muchas cosas que se pueden hacer para fortalecer esos vínculos de confianza, en particular, establecer mecanismos de control externo sobre la Policía y crear espacios de interacción entre ella y la comunidad.

En el Reino Unido, desde 1984 existe la obligación legal para los jefes policiales de consultar al público sobre las prioridades de la acción de la fuerza pública, mediante el establecimiento de comités consultivos.

Similares iniciativas existen en muchas ciudades de Estados Unidos, entre ellas Chicago y Los Ángeles. Si la ciudadanía no denuncia los delitos, toda política de seguridad ciudadana está condenada al fracaso.

Esto es lo mínimo que hay que hacer. Pero dejo aquí estas cuartillas con la vana esperanza de que estimulen un debate impostergable. Las escribo para que no olvidemos que mientras hablamos incesantemente del cemento chino hay personas que mueren como víctimas de crímenes que pudieron ser prevenidos, comunidades que viven asediadas por la violencia y un país que merece que sus problemas –sus grandes problemas– se discutan al menos una vez cada cuatro años.

El autor es politólogo.