San José Tquiero

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Si, a veces pasa, en la vida amamos lo que nos pertenece y a lo que pertenecemos (1+1=1, ¿azar y necesidad?) o, cuando menos, a lo que nos deja que le pertenezcamos. Cuando pasa, no hay leyes: un año, veinte, cinco, una semana, un día, un rápido vistazo desde un avión, un carro o un autobús.

El caso es que de pronto, como por arte de magia, sabemos que el lugar, ese que conocemos, de cualquier manera, es nuestro. Es a partir de ese momento que salimos a caminar saboreando el intenso goce de la posesión como si a cada paso, con cada piedrilla de graba que levantamos al aire húmedo, con cada partícula de polvo que va cubriendo nuestros poros, nuestra colaboración a la industria textil, estemos recibiendo su beneplácito, su "¡sí, sí!, esta es tu ciudad, te necesito, nada es igual sin su personita, ¿por que?: porque nos pertenecemos".

San José y yo tenemos ese pacto, ese contrato. La ciudad sabe que me posee, me echó la soga hace tiempo y yo me fui dejando, como quien no quiere la cosa, ¿acaso había peligro? Total, para muchos ¡esta es una ciudad tan poca cosa! Tan mal cuidada, con sus huecos, su basura, sus cables eléctricos recordando siempre un cuerpo abierto con los órganos de fuera entre rejas de rejas de rejas, y sus barrios arruinados, y sus barrios obsesionados con decenas de murallistas horizontales de cemento, y los otros con sus cantinas y vómitos en las aceras, cuando hay aceras y los niños de la calle y los adolescentes que odian y atacan y ya no sueñan... y las inundaciones, los escapes de gas a las siete de la mañana con los uniformes limpios y la mano sobre la nariz y el futuro sin árboles, ni agua, ni electricidad... sin mencionar la falta de estímulos, (alguien inventó serruchos para colgar de los llaveros) el miedo a romper el "mínimo común múltiplo". Cero empujones.

En fin, la lista de maldiciones era muy larga, otra cosa muy distinta a la lista de bendiciones que aportaban ciudades famosas de la talla de París (hay quienes se mueren por decir París fue mía), Roma (vine, vi y vencí), la Gran Manzana, Barcelona, Atenas etc. Pero en mi caso la soga ya estaba bien amarrada; podía quejarme, rabiar contra mi destino de ciudad pequeña, engañarme con la sensación de que la soga era infinitamente larga, tanto, que no existía, hasta que de nuevo allí estaba el lazo, apretando, jalando, junto con las personas queridas, los rincones del sentimiento, la memoria sensual del entorno, la música del recuerdo que no se escucha, el paisaje único, el secreto biográfico, la esperanza de que el trópico húmedo siguiera siendo igual de húmedo que la primera vez del "había una vez"... y en el fondo, humilde, el deseo de que ese vaso de agua fría, tomado "cor cor" en medio de los ir y venir del día, fuera y sea, un limpio símbolo de cambio verdadero.

Esta es la historia, la misma del zorro y la rosa de Saint-Exupéry, la que me cuento de vez en vez, cuando la memoria me falla y necesito refrescar tan sólo unas cuantas razones para que el corazón de nuevo entienda, por qué queremos tanto a San José.