San José es un burdel

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Pues sí. Esa es la verdad, y no pienso cosmetizarla con figuras retóricas destinadas a atenuar el sentido de las palabras. Tampoco tengo el menor interés en ser “políticamente correcto”, noción que desprecio y de cuya práctica me eximo.

Creo que la prostitución cumple una función innegable en la economía libidinal de una sociedad –siempre y cuando sea ejercida dentro de los marcos éticos que le han sido pautados–. No estoy aquí para quemar a nadie: execro a los que andan siempre con la tea lista para hacer arder sus piras expiatorias. Pero creo que, desde el punto de vista de la planificación urbana –eso que nunca ha existido en San José– la prostitución debe tener sus áreas asignadas.

Los parques Central, Morazán y Nacional están tomados por gremios de prostitutas y prostitutos especializados en satisfacer los apetitos de diferentes sexus consumptors . Oferta altamente diversificada –es lo menos que podemos decir–. Caballeros y damas de todas las edades y dilecciones sexuales encontrarán en ellos vitrina para adquirir su mercancía, por heterodoxa que parezca.

Los parques Yokohama y La Paz son, también, prostíbulos de facto . El josefino no tiene un espacio verde en el que pueda sentarse a “tardear” (bella expresión antañona). Tan pronto se ciernan sobre él las sombras de la noche, hordas de depredadores noctívagos brotarán de sus guaridas.

Pasarelas del sexo. Los alrededores de la Clínica Bíblica, la Estación al Pacífico, Plaza Víquez y las inmediaciones del MOPT son pasarelas del sexo ad hoc. Barrio Amón es un parque de diversiones sexuales, suerte de Disneylandia lúbrica y siniestra. Las avenidas quinta y sétima, la inmemorial calle doce, el Mercado Central, el submundo del cine Líbano (¡lástima, su bella fachada art déco !), escaparates del sexo pedrero. Por caída la noche, La Sabana –nuestro Central Park– se convierte en un establecimiento de lenocinio al aire libre…

Alajuelita honra su diminutivo “ita”: es el soto de caza de los pedófilos. Lomas del Río, una jungla impenetrable. Purral y Mata de Plátano, sucursales de Babilonia. En la zona del “Mercadito”, no se puede caminar 25 metros sin dar de narices con cantinas y prostíbulos pululantes de parroquianos. Rebosan de gente aun los domingos en mitad de la noche (¿cómo llegarán al trabajo, los lunes por la mañana?) Al sur de la Prensa Libre tenemos “La Corte de los Milagros” (Victor Hugo). La comarca en cuestión sería cercada y proscrita incluso en El planeta de los simios .

Espacios “oficiales”. La sórdida calleja de la UCR es ya una leyenda urbana: el área donde se consume más alcohol de la GAM, después de los espacios “oficiales” para tal “recreación”. Nuestra nobilísima alma máter debería declararla parte del folclor universitario. Tuvimos rectores y magísteres eméritos que pensaron que esta gangrena urbana se convertiría en barrio de “poetas malditos” o de bohemia montmartreana.

Nosotros y nuestros remedos. De la “Calle de la Amargura” no van a salir Blake, Poe, Baudelaire, Verlaine, Lorca o Valle-Inclán, sino violadores, proxenetas, narcotraficantes y locuaces borrachitos.

Los Yoses se ha tornado inhabitable. Proliferan metastásicamente bares tumultuosos, burdeles, hotelillos donde el propio Norman Bates (el loco de Psicosis ) dudaría en pasar la noche. Ventas de licor, de droga, incorrecta manipulación de alimentos, carros parqueados en dobles filas, piques, menores de edad consumiendo el veneno que pronto agostará sus vidas…

En una sola esquina se pueden sorprender, cualquier noche, violaciones a todos los códigos y reglamentos imaginables. El tumor de nuestra benemérita calle universitaria –era previsible– se ha propagado linfáticamente hacia el este. El organismo está completamente colonizado.

Chinatown no es prostíbulo por la simple razón de que más califica como arrabal fantasma. Bajo macondianos aguaceros, los chinitos evacúan en lancha sus ahora desolados restaurantes, el dragón sobre la avenida segunda diríase sacado de la tercermundista escenografía de una Turandot tropical, y las vías desiertas tienen la lunar tristeza de las calles de De Chirico: la huella de lo humano, sin la presencia efectiva de ser viviente alguno.

El Cementerio General es un perturbador escaparate sexual, implosión siniestra de Eros y Tánatos. En las esquinas y callejones en sombra vagan las espectrales siluetas de nuestras mesalinas y pelanduscos: imagen digna de Caspar David Friedrich. ¿Necrofilia? ¿Menesterosidad? El hecho es que los predios de la muerte –las tumbas– son usados para toda suerte de transacciones sexuales (¡pobres expresidentes!) Ochenta mil metros cuadrados de patrimonio escultórico y arquitectónico, verdadero museo, parte de la memoria y fisonomía de la ciudad, usados para que esos ciudadanos que no pueden pagarse un cuartucho de mil pesos en una pensión Elvis alivien sus urgencias sexuales.

Los moteles transformaron la sexualidad del josefino: pasamos del régimen del cafetal al régimen del sexo intramuros. El motel debería estar incluido en la canasta básica del tico: un talonario con un número razonable de tiquetitos mensuales. El paterfamilias –acaso también algún abuelo lúbrico– agotaría sin duda la libreta.

Un motel colinda con el precario El Triángulo de la Solidaridad, donde los taxis evitan transitar, el río arrastra el excremento de la Meseta Central y los tugurios se inclinan hacia la correntada, como bueyes que llegasen a beber. Una pared de treinta centímetros de espesor separa a los fogosos copuladores que pagan por una noche de pirotecnia sexual, de familias enteras que se estrujan entre latas de zinc, cartones, podridas láminas de madera y estructuras cuya verticalidad es rigurosamente inexplicable.

Unos gozan, los otros yacen en sus favelas, hacinados en una sola cama, vigilando el infecto río cuya iracundia podría cualquier día barrerlos como neumáticos viejos o cadáveres de carrocería. En estado de estricta adyacencia, de irreductible contigüidad, se rozan ambos mundos. Lencería bordada y ligueros por un lado, descamisados por el otro. Gemidos de placer en el flanco de Los Sibaritas (Montherlant), gemidos de hambre en el flanco de Los Miserables (Victor Hugo).

“Distritos rojos”. Toda ciudad tiene sus “distritos rojos”, delimitados y acotados en zonas específicas. En San José, el prostíbulo coincide con la totalidad de la superficie urbana. Y ahí seguirá expandiéndose: hay busconas y chulos en las aceras de la basílica de los Ángeles, en todas las cabeceras de provincia, aun en la más virginal aldeíta rural.

Jacó es un sitio de peregrinaje sexual reconocido en el mundo entero.

En Costa Rica, la putería no tiene dique de contención: es un paradigma vital… y un modelo arquitectónico. Ciento treinta y siete páginas de Internet nos anuncian como paraíso para el turismo sexual. Ocupamos el lamentable decimoquinto lugar mundial en materia de prostitución. Apenas dos puntos por debajo de nuestro glorioso ranquin de la FIFA. Si no les gusta lo que ven, no le disparen al espejo.

Podíamos haber sido un país pobre pero digno, o rico pero no vulgar. En su lugar, derrapamos hacia una miseria prostituida y zafia, y una riqueza obscena y descerebrada.