Repensar el papel de los mundiales de fútbol

Qatar 2022 es una oportunidad para reflexionar en torno a los beneficios de la Copa del Mundo para los ciudadanos de los países anfitriones

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

La pasión moviliza a las naciones. La Copa Mundial de Fútbol es un ejemplo de ello. También moviliza grandes sumas de dinero. El pasado Mundial de Rusia (2018) dejó unos ingresos para la FIFA de $5.357 millones. Casi el triple de la inversión ($1.824 millones).

El fútbol es un producto exportable. La Supercopa de España se jugó en Arabia Saudita este año. La Supercoppa di Legade Italia o el Trophée des Champions francés tuvieron ediciones en China, Marruecos y Estados Unidos.

A pesar de la escasa tradición futbolística, el Mundial del 2022 se celebra en Catar. Algunos medios de comunicación y público lo critican, y califican de “vender el fútbol a los petrodólares”. Fue una elección discutida, pues este país no tenía ni infraestructura, ni los estadios necesarios, ni las condiciones climáticas, y Corea del Sur y Japón se perfilaron como las mejores opciones. Contaban con buena infraestructura.

Se habla de la “inflación” mundialista. Front Office Sports estima que Catar destinará más de $220.000 millones, es decir, será la Copa del Mundo más cara de la historia. Brasil en el 2014 presupuestó $15.000 millones. Rusia en el 2018 llegó a $11.600 millones. Supuso un fuerte incremento con respecto a Sudáfrica en el 2010. Saltos presupuestarios revelan la tendencia “inflacionaria”. Algunos se preguntan si el incremento en el gasto está justificado por su aportación al bien común.

Lo que más dispara el gasto es la megalomanía, que se exacerbó desde la decidida puja de los Brics: China (Olimpíada del 2008), Sudáfrica (Mundial del 2010), Brasil (Mundial del 2014 y Olimpíada del 2016) y Rusia (Olimpíada de Invierno del 2014 y Mundial del 2018).

La FIFA exige al país organizador del Mundial un mínimo de ocho estadios modernos: uno con por lo menos 60.000 asientos para el partido inaugural, otro con 80.000 para la final y seis más con 40.000. A estos estadios se les dice “elefantes blancos”, pues tras la competición acaban siendo construcciones sin uso y muy costosos de mantener.

Se piensa que estos acontecimientos deportivos serán un potente motor de desarrollo. Hoteles, restaurantes y lugares de recreo se beneficiarán. Impulsarán la inversión extranjera y el comercio exterior. Generarán empleo.

Sin embargo, Andrew Zimbalist, economista del deporte, en su libro Circus Maximus, muestra que esto se cumple pocas veces. “La herencia de una olimpíada o un campeonato mundial de fútbol suele consistir en una pesada deuda que cuesta veinte o treinta años satisfacer”, que se paga, de acuerdo con Zimbalist, con más impuestos o menos servicios públicos.

El resultado son monumentales estadios que no hay manera de aprovechar y cuestan millones en mantenimiento, un efecto inapreciable en el empleo y la renta, mayor desigualdad social, por el encarecimiento de la vivienda en los barrios reformados, que pasan a ser ocupados por gente de más dinero.

El principal rédito inmediato de unos juegos o un mundial consiste en lo que pagan las televisoras para retransmitir la competición, en los patrocinios y la publicidad. Solo una parte modesta se queda en la economía local.

Deben valorarse los efectos económicos a largo plazo. Valorar si va a impulsar el desarrollo de una ciudad o país. Si las inversiones son adecuadas para las necesidades de infraestructura y desarrollo de la sede. Si hay beneficios duraderos en turismo y en la actividad económica en general. El desvío de recursos en detrimento de necesidades sociales básicas puede aumentar las desigualdades sociales.

“Si en vez de gastar casi $5.000 millones en derruir estadios para construir unos nuevos o en renovar instalaciones existentes, Brasil hubiera gastado ese dinero en redes de transporte público en sus principales ciudades o en líneas férreas para conectarlas, ¿qué consecuencias habría tenido para la economía brasileña?”, pregunta Zimbalist.

¿Debería imponerse un recorte presupuestario a actividades deportivas, aceptar estadios más modestos o apoyar la repetición de sedes? ¿Estudiar las candidaturas que mejor se ajustan a las necesidades de desarrollo de la ciudad o país? ¿Compartir una mayor cuota de los beneficios? ¿Proteger a los trabajadores que colaboran en la construcción de las infraestructuras?

Necesitamos vivir y trabajar con pasión, pero con los pies en la tierra. Necesitamos más responsabilidad y menos astucia para alejarnos de los espejismos de la corrupción. Quizás así habría menos instituciones o elefantes blancos. Habría más pan para todos y menos circo. Habría más justicia.

hf@eecr.net

La autora es administrador de negocios.