Relato de la selva increíble

Hoy solo queda el 21 por ciento del bosque natural

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Existen peces fabulosos que invernan enterrados en el barro durante los períodos secos. Así se defienden y sobreviven, salvo cuando caen bajo el olfato del mapache. La selva costarricense guarda universos de vida complejamente interrelacionados, desde pequeñas ranas venenosas a mariposas que habitan camufladas en la pelambre de los perezosos, en cuyos excrementos depositan los huevos. También hay plantas sacadas del realismo mágico: cuando las mariposas les comen las hojas secretan venenos; se ven obligadas a migrar y entonces se repite el ciclo: nuevo veneno, nueva migración. Existen plantas que solo se reproducen cuanto los pájaros se comen los frutos y pasan las semillas por el aparato digestivo. Las posibilidades medicinales de arbustos y bejucos son parte de la cultura tradicional de los pueblos aborígenes que aún sobreviven al amparo de algunos bosques, con los cuales se han relacionado simbióticamente durante siglos.

Como parece sugerirlo la reciente historia conservacionista, el bosque costarricense es un milagro. Un milagro que aloje todavía el 5 por ciento de la biodiversidad de la Tierra; un milagro que subsista después de una larga depredación y soporte tantas presiones en las que compiten sus adversarios tradicionales con los amigos de hoy, incluidos el ecoturismo y los coleccionistas de plantas y fármacos naturales.

Costa Rica no es la excepción, desde luego; en todas partes comenzando por Europa, el bosque siempre fue objeto de maltrato y no se hizo digno de una ética especialmente dirigida a protegerlo y a sentirlo como se vive la casa paterna. Ni siquiera los textos bíblicos jugaron un papel amistoso con la tierra, pues el hombre, expulsado del Paraíso, debió arrancarle el sustento con lágrimas y sudor.

El bosque costarricense mermó por muchos factores: el crecimiento demográfico acelerado y la búsqueda de nuevas tierras de cultivo, la alquimia de la hacienda ganadera que logró la mutación de árboles en hamburguesas, el negocio de los bananos a costa de las selvas húmedas de la bajura, la tala de robles añosos erizados de epífitas para producir carbón de (oh, desgracia) excelente calidad, y, y, y... Hacia mitad de siglo todavía dos terceras partes del territorio costarricense eran parte de un mundo virgen; hoy solo queda un 21 por ciento de bosque natural (1.077.308 hectáreas), del cual un 10 por ciento está efectivamente protegido; este porcentaje, que no se debe subestimar pues es de los más altos del mundo, se reparte entre parques nacionales, zonas hidrológicas y bosques privados. El mundo vegetal y animal que convive ahí, trenzándose en formas de vida aún sin estudiar, es otro milagro. Se ha documentado ya medio millón de insectos. La flora epífita (orquídeas y bromelias, entre otras) es de una variedad vertiginosa, incluso en un solo árbol.

Estos sistemas de convivencia tan complejos están siempre en peligro. De nuevo los amenaza la expansión demográfica, la presión maderera e incluso bananera. También los ecosistemas marinos y los manglares deben afrontar presiones de todo género. El turismo ha estimulado ciertas prácticas conservacionistas privadas y públicas, pero introduce un factor de desorden en el bosque, igual que las carreteras o la contaminación y erosión circunstantes.

Debemos decir que la mentalidad costarricense está cambiando. La memoria colectiva arrastraba un signo de desinterés por el bosque. El país creció a base de abrir tierras a la agricultura y a la población; y estas tierras vírgenes. Introducir "mejoras" en una finca era, en esa tradición, quitar montañas de por medio y sembrar cualquier cosa, incluso si el terreno no era apto para la agricultura (de hecho, según los entendidos, solo el 25 por ciento del territorio nacional tiene vocación agrícola). Aún hoy se pueden encontrar niños que imitan a los madereros en sus juegos, como lo observó un grupo de investigadores no hace mucho. A pesar de eso, a pesar del costo de cambiar las mentalidades ligadas a la sobrevivencia y al negocio, asistimos hoy a una lenta transformación de los hábitos de pensar y de las actitudes.

Todavía hay tiempo, dichosamente, para que el costarricense reconozca el milagro más fabuloso de todos: que el bosque vale tal como es.

¿Todavía hay tiempo?, ¿o lo que acabo de contar es solo una fábula?