¿Qué hay detrás?

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Vamos a ver. La presidenta Chinchilla es politóloga, ha vivido de y para la política desde hace muchos años, sea como diputada, ministra –por partida doble además–, vicepresidenta o cualquier otro cargo que escape a un breve esfuerzo de memoria.

Cierto que en ninguno de esos puestos transitorios dejó una impronta que marcara la historia patria o al menos mejorara en algo el estado de las cosas, pero tampoco era para tanto. Es decir, sabíamos que la calculadora no le iba a dar, lo advertimos incluso en estas mismas páginas cuando apenas era candidata, pero de verdad no figuramos este desastre de gobierno que nos hace suponer que ella misma debe estar rezando porque se acabe y, así por fin, pueda quitarse esta camisa de once varas que se encajó hace tres años.

Y es que aún no está claro: ¿en qué momento dejó de estar anclada al piso? ¿Cómo metamorfoseó hacia avestruz? ¿Qué le provocó la sordera? ¿Desde cuándo se olvidó de dónde viene? Y lo más importante: ¿por qué se enoja con las críticas?

Y no es que esperáramos ilusamente que negara su cultura política tradicionalista, como buena liberacionista que es desde su seno. Pero sí habríamos esperado mayor capacidad gerencial, compromiso anticorrupción y sobre todo, humildad.

Es decir, de Óscar Arias, nadie habría presupuestado una conducción franciscana ni otra cosa que lo que es Liberación hoy por hoy, retratada en él de cuerpo entero: feudalismo puro y duro.

Pero de ella sí suponíamos, incluso aquellos que no la votamos, una sensibilidad diferente. No por ser mujer o cualquier generalización de esas que ella tanto explotó en campaña política, sino por tener la veta académica y ser relativamente joven.

En el cambio generacional se supone la llave de torque de la renovación política costarricense. Una nueva forma de hacer las cosas solo deviene como resultante lógica de una nueva forma de ver el mundo.

Pero bueno, Laura, como le gustaba que la llamaran antes de convertirse en doña Laura, se dedicó a administrar el tiempo y rodearse de gente escasa que se puso una bisagra en la espalda y, con tal de conservar el puesto, le pinta puentes donde solo hay despeñaderos.

¿Quién le dijo que concesionar obras de conservación como si fueran obra nueva iba a funcionar? ¿No es eso como darle atolillo con el dedo a la gente? ¿Se le olvidó que occidente no es una región cualquiera, sino de gente más culta que el promedio y por lo general, además, bien plantada? ¿Habrá reparado en la torpeza –por decir lo menos– de su ministro de Transportes (P. Castro) cuando insultó a los “moncheños”, “palmareños” y otros “eños” organizados (que son a fin de cuentas los que cuentan en la democracia moderna) al decir, como si se tratar de niños berrinchudos o incapaces sin neuronas: “Al principio la gente se resistirá”? (véase La Nación , 4/4/13) ¿O en el cinismo –también por decirlo suavecito– de su ministro de Comunicación (Francisco Chacón) al afirmar, en medio de barricadas y agresiones contra el Foro de Occidente, e irónicamente en el marco de la celebración del 11 de abril: “el Gobierno reitera una vez más su apertura al diálogo”? (véase Twitter del ministro de esa fecha).

Expresa mayor sensatez ese “adulto mayor de más de 80 años” –así lo describió la presidenta en tono descalificante — que se soltó las amarras y se permitió ponerla en evidencia al decir: “No quiere oír a nadie; oye nada más a los acólitos que la rodean. Eso no está bien”. Rematando “ese señor” –como también lo llamó ella casi queriendo olvidar su nombre–: “Laura debería tener asesores de más experiencia” (véase La Nación , 13/4/12).

Pues resulta que ese señor, a quien yo difícilmente citaría en otras circunstancias, es nada más ni menos que Bernal Jiménez, presidente del Partido Liberación Nacional, y así, entre su castillo y su balcón, tendió el verdadero estigma de este gobierno: ensimismamiento.

Pero antes de “ese señor”, llegó un valiente ramonense que le mandó a decir a la presidenta por este diario, “no somos sus enemigos, somos el pueblo” ( La Nación , 15/4/13).

Los gobernantes deben recordar que el primer derecho es la protesta. Nacemos protestando y a veces morimos igual. Y ese derecho presupone la obligación de los funcionarios públicos de prestar atención seriamente. Incluso, ojalá, antes de la protesta, para atender, resolver y así evitar contenciones mayores.

Hoy el occidente se levanta con argumentos que el Gobierno prefiere desoír. Y quede claro: convocar a los alcaldes liberacionistas no es sentarse a dialogar. ¡Ni más faltaba!

Y es que si a los gobernantes les molesta el ruido de su propio pueblo, no es que estemos mal, estamos podridos, podridos como nación democrática, como república.

Aquí ya no se trata presidenta y ministros “acólitos”, de si la carretera va o no va. Sino de cuánto tiempo más van a insistir ustedes en esta necedad.

Si insisten hasta el colmo de la inmolación política, nos obligarán a todos los ciudadanos conscientes a preguntar: ¿qué hay detrás?