Putin y las tácticas del miedo

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Nina L. Khrushcheva enseña asuntos internacionales en The New School y es miembro sénior del World Policy Institute en Nueva York. © Project Syndicate.

COSTA ESMERALDA, CERDEÑA – “Cada país tiene el gobierno que se merece”, observó Joseph de Maistre, el enviado diplomático del reino de Cerdeña al Imperio ruso, hace unos 200 años. Su comentario hacía referencia a la apatía política profundamente arraigada de los rusos, un rasgo que persiste hasta el día de hoy.

Por supuesto, Rusia ya no es una monarquía absoluta como lo era en los tiempos de Maistre. Tampoco es una dictadura comunista, cuando gente como Joseph Stalin utilizaba la amenaza del gulag para desalentar la expresión política. Pero el presidente, Vladimir Putin, ha aprendido mucho de las tácticas autocráticas de sus antecesores, mientras que el pueblo ruso parece no haber aprendido nada.

En una encuesta de opinión a finales del 2014, el 68% de los participantes dijo que Putin debería ser “el hombre del año”. El haberle arrebatado Crimea a Ucrania en marzo, junto con su reticencia a ceder a las potencias occidentales que cuestionaron la acción, lo convirtieron en un héroe entre los rusos.

De hecho, los esfuerzos de Putin por recapturar el exterritorio de Rusia han ensombrecido la manera en que sofocó a organizaciones no gubernamentales, reprimió a medios independientes y silenció a las voces opositoras. Incluso, cuando la economía de Rusia colapsa –el rublo perdió más de la mitad de su valor frente al dólar desde junio, las tasas de interés subieron al 17% y la inflación está llegando a dos dígitos–, Putin sigue conservando una tasa de aprobación del 85%.

Los rusos deberían estar exigiendo una solución a los problemas económicos de su país, no elogiando al líder que los causó. Pero Putin, un exoficial de la KGB, posee la astucia de un dictador. Sabe que siglos de férreo control gubernamental han vuelto obedientes a los rusos. Ellos pueden tenerle miedo al Gobierno, pero más miedo sienten de que los dejen solos para arreglárselas como puedan.

A mediados de diciembre, Putin organizó su cena anual con los oligarcas, una fiesta en tiempos de plagas, por decirlo de alguna manera. Cuarenta líderes industriales y financieros (la mayoría de los cuales administran firmas asociadas al Kremlin) asistieron al evento para recibir –y brindar– garantías de que, juntos, ellos y el Gobierno capearían la crisis.

En la cena, Putin reiteró su promesa de proteger las fortunas de los oligarcas, de las sanciones norteamericanas y europeas. Específicamente, prometió aplicar la llamada “Ley Rotenberg”, que recibió su nombre por Arkady Rotenberg, un financista que fue obligado en setiembre a entregar $40 millones en activos al Gobierno de Italia. La Ley obliga al Kremlin a compensar a los oligarcas por cualquier activo extranjero que pierdan como resultado de las sanciones occidentales.

Estas declaraciones están basadas en una promesa que hizo Putin en una entrevista a comienzos del mes pasado. Si los empresarios rusos repatrian sus cuentas offshore , sus indiscreciones financieras serán perdonadas y olvidadas.

Confiar en esas promesas sería un suicidio financiero. Hace apenas unos meses, Putin les garantizó a todos que la economía de Rusia toleraría fácilmente las sanciones europeas y norteamericanas. De la misma manera, durante la crisis financiera de 1998, los oligarcas rusos perdieron muchísimo dinero, y la mayoría nunca lo recuperó. Claramente, no se puede confiar en que el Gobierno de Rusia salvaguarde la fortuna de nadie, con la posible excepción de la de sus propios miembros.

Sin embargo, rechazar el abrazo del Kremlin es igualmente destructivo. Después de todo, en la Rusia de Putin, el disenso político conlleva la ruina financiera. En el 2003, el oligarca más rico de Rusia, Mihkail Khodorkovsky –un franco defensor de la democratización y un crítico infatigable de Putin– fue puesto en prisión bajo cargos inventados de fraude y evasión impositiva, y su empresa Yukos Oil Company fue llevada a la quiebra, fraccionada y vendida a los compinches del Kremlin.

Diez años más tarde, el mensaje sigue siendo el mismo: si obedecen a su gobierno, sus desafueros (ninguna empresa en Rusia está libre de coimas y sobornos) serán perdonados. No alinearse implicará la perdición, no importa lo ricos o conocidos que sean.

Por supuesto, no son los magnates los que padecerán el embate de la crisis económica. Después de todo, Putin necesita de su apoyo –por breve o efímero que pueda ser– para conservar su control del poder.

Los rusos comunes y corrientes tienen muchas menos ventajas, y sufrirán mucho más. Pero tal vez merezcan sufrir. Las duras medidas de austeridad –recortes de pensiones, salarios y servicios sociales (incluida una decisión reciente de cerrar cientos de hospitales y despedir a miles de profesionales de la salud)– prácticamente no han generado ninguna crítica.

A finales de diciembre, unos pocos miles de personas organizaron una manifestación en la plaza Manezh, en el centro de Moscú, en parte para manifestar su apoyo a Alexei Navalny –abogado anticorrupción, bloguero reconocido y líder de un movimiento opositor que está perdiendo adeptos– y a su hermano menor, Oleg. Los hermanos Navalny acababan de ser sentenciados a tres años y medio de prisión por estafar a una compañía de cosméticos. Alexei, opositor de Putin a la par de Khodorkovsky, recibió una sentencia en suspenso; Oleg, un ejecutivo postal apolítico, tendrá que cumplir toda su condena en la cárcel.

Esta táctica –“perdonar” a los enemigos mientras se los castiga a través de sus parientes– era una de las preferidas de Stalin. El “enemigo” rápidamente entraría en razones y la población, no familiarizada con aquellos encarcelados, rápidamente perdería interés.

Esto sigue siendo así. Los rusos de hoy esperan que Putin, que pilló por sorpresa a sus opositores cuando anexó Crimea, podría tener otro truco temerario bajo la manga, un truco que estabilizaría los mercados financieros y reviviría los precios del petróleo, de los que depende la economía de Rusia.

Por supuesto, los rusos saben lo suficiente como para temer que a Putin se le hayan acabado las ideas. Pero ese miedo no se compara con el pánico que sienten frente a lo que podría pasar, si sacudieran el barco. Y Putin, por su parte, entiende esta realidad lo suficientemente bien como para saber que no necesita gulags –solo el uso astuto del miedo y el perdón– para retener su control del poder.