Principio católico de subsidiariedad

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Resulta importante, en estos días de reforma del Estado, recordar el principio de subsidiariedad, que algún autor califica así: "Concepto capital de la doctrina católica sobre la sociedad y sobre toda sociedad. Tiene aplicación directa en todos los núcleos asociativos -mínimos, medios y máximos- dentro de los que el hombre -necesaria o libremente- se integra" (Gutiérrez, José Luis).

"Subsidiariedad" es término de mucha profundidad; define la finalidad a que debe tender toda autoridad, que ha de ser un servicio subordinado a la persona humana, todo lo cual está embebido en el término bien común cuando se lo comprende.

La autoridad política, entonces, debe realizarse siempre de modo que no impida a las personas en lo particular ni a estas asociadas realizar su iniciativa, su capacidad de servir, la plenitud de su perfección completa.

"No es justo que el individuo o la familia sean absorbidos por el Estado; lo justo es dejar a cada uno la facultad de obrar con libertad hasta donde sea posible, sin daño del bien común y sin injuria de nadie" (Rerum Novarum).

La norma fundamental reguladora de la conducta del Estado es la de dejar hacer a las entidades inferiores lo que éstas pueden, con todo derecho, hacer por sí mismas.

"Es necesario, por tanto, que la autoridad suprema del Estado deje a las asociaciones inferiores resolver aquellos asuntos y cuestiones de importancia menor, en las que de otra forma se desgastaría sobremanera; de esta forma se logrará que lleve a cabo con mayor soltura, energía y eficacia todas aquellas tareas que son de su exclusiva competencia..." (Quadragésimo anno).

El Estado debe observar el máximo respeto posible al conjunto de tareas que pueden llevar a cabo por sí mismas las asociaciones o comunidades inferiores; debe respetar escrupulosamente la iniciativa asociada de la persona.

Aun en otros ámbitos que no son el del Estado, las autoridades superiores, si quieren lograr el éxito en su gestión, necesitan reconocer a los agentes subordinados el área de tareas que ellos pueden realizar por sí mismos, bajo la dirección y vigilancia de tales autoridades.

"... aquello que los individuos particulares pueden hacer por sí mismos y con sus propias fuerzas no se les debe quitar y entregar a la comunidad... toda actividad social es por naturaleza subsidiaria; debe servir de sostén a los miembros del cuerpo social y no destruirlos y absorberlos" (La elevatezza, Pío XII).

Las autoridades públicas suelen penetrar más allá de lo debido, en la trama de la vida social, con daño de la iniciativa de la vida privada y, por tanto, de la prosperidad completa de la comunidad política. El Estado no es ni debe ser una omnipotencia opresora de toda legítima autonomía.

Cada persona y cada sociedad menor tienen un puesto determinado y digno en la organización social. No debe el Estado impedir esa importante realización humana, ni sobreprotegiendo, que es un modo de inutilizar a las personas, ni estorbando, que es una manera de frustrar a los seres humanos.

"Cuiden los gobernantes de no entorpecer las asociaciones familiares, sociales o culturales, los cuerpos o las instituciones intermedias, y de no privarlos de su legítima y constructiva acción, que más bien debe promover con libertad y de manera adecuada" (Gaudium et spes, Concilio Vaticano II).

Resulta pernicioso, en grado superlativo, que grupos de presión (sindicatos, asociaciones, colegios profesionales, universidades estatales, "redentores de la miseria"...) aprovechen el Estado para sus fines particulares. Deben los auténticos gobernantes ejercer su función a la altura de la dignidad de las personas que forman la sociedad, superando las tentaciones que llevan a gobernar mal, como lamentablemente ha ocurrido en las últimas décadas en nuestra nación. Por ello al presente cuesta tanto sacar a la sociedad y al Estado del precipicio en que los han precipitado los malos gobernantes, movidos, con frecuencia, por presiones carentes de patriotismo.