Presas, presos y precios

¿Será que nos hemos contagiado del “tico” y nos hemos transformado en “chiquiticos”?

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No es casualidad que la mayoría de los costarricenses nos sintamos perdidos, desamparados, a la deriva. Tampoco es casualidad que una y otra vez, en forma sistemática y como si fuese un mal recuerdo, escuchemos en la prensa radiofónica, escrita y televisiva el clamor popular por las interminables presas vehiculares, por los horrores que vive nuestro sistema carcelario y por los precios exorbitantes que no dejan de subir.

Las casualidades no existen, y lo que estamos viviendo hoy es el resultado directo de muchos años de una política gubernamental totalmente automatizada que se olvidó de enfrentar los problemas con hidalguía y sentido común.

Sin hacer el ejercicio matemático, me atrevería a decir que tenemos más vehículos que kilómetros de asfalto. Sencillamente no hay calle para tanto carro y las pocas vías públicas decentes que tenemos terminan convirtiéndose en inmensos parqueos.

En aquellos embotellamientos, lo único que se mueve es la frustración y las ganas de agarrar a trompadas al primer conductor que tenga el atrevimiento de pelar los ojos. Y como en la vida no hay casualidades, mientras perdemos años de vida en esas carreteras abarrotadas a más no poder, basta una que otra feria de autos para que en cuestión de semanas se vendan, como pan caliente, miles de vehículos nuevos que ya no tienen espacio en donde andar.

Para colmo de males, los bancos nos recetan créditos prendarios hasta de 12 años y adquirimos –sin saberlo en ese momento–, vehículos que terminan costando más que una solución de vivienda digna.

Por salud mental y ambiental, deberíamos prohibir semejantes facilidades crediticias. ¿Acaso no se dan cuenta de que con el pago de la última cuota lo único que tendremos será un carrito destartalado lleno de ruidos y muflas botando humo como los viejos buses que a diario cruzan la ciudad?

Humanismo. La nuestra fue una generación que creció creyendo en el humanismo. En que los procesos carcelarios debían ser un verdadero vehículo de adaptación social y que todo ese esfuerzo de hermandad nos devolvería exconvictos listos para reintegrarse a la sociedad.

¡Qué engaño tan espantoso! ¿Se pueden imaginar ustedes a un equipo de fútbol entrenándose todos los días en un ascensor? Eso es exactamente lo que estamos haciendo con los reos.

El nivel de hacinamiento de nuestras cárceles es simplemente infrahumano, y pretender que bajo esas condiciones mejora su comportamiento, es como creerse el cuento del Chupacabras.

Y como en la vida toda acción genera una reacción, ahora nos vemos en la obligación de liberar al ladrón mediocre, sí, a ese, al que no pudo alcanzar la gloria con un robo millonario y se quedó corto en su intento.

¡Qué años los que vivimos! Mientras aquellos ahora caminan libres por las calles, los padres que no han podido pagar sus pensiones alimentarias son los que terminan desdichados tras las rejas. ¿Se han olvidado en la Casa Presidencial de que nuestra Constitución cobija el estado de emergencia nacional? Necesitamos un valiente que tome al toro por los cuernos.

Precios altos. También fuimos educados para pagar un precio justo por lo que recibíamos a cambio. Eso ya no existe. Somos muchos los que esperamos el día en que un doctor en física cuántica nos explique el extrañísimo fenómeno que vivimos en nuestras tierras.

Da la impresión de que el territorio nacional se encuentra sobre un campo magnético que genera que los precios escalen en forma descontrolada. ¿Existirá tal fenómeno de la naturaleza? Si no, que alguien me aclare cómo es posible que una medicina en Nicaragua cueste 70% menos de lo que pagamos en San José y que con solo cruzar la frontera panameña, la misma pastillita (ahora de verdad milagrosa), vuelve a reajustarse hacia la baja.

Ese mismo campo magnético es el culpable de que en nuestros restaurantes los casados cuesten cinco mil pesos, que el costo de la electricidad espante a los inversionistas extranjeros y que permitamos que Recope se mantenga operando cuando es incapaz de refinar tan siquiera una onza de canfín.

Leyendas y títulos. No preciso el momento cuando perdimos el control de nuestros destinos y cómo nos hemos dejado caer en este abismo de infortunios.

Quizás sea ese manjar de leyendas y títulos corrongos que desde hace años nos destacan a escala mundial y que nos hacen sentirnos como si en verdad fuésemos un grupo privilegiado entre las naciones.

¿Será que el “pura vida” o “el país más feliz del mundo” nos ha embriagado los sentidos al punto que nos hemos convertido en una manada de pendejos? ¿Será que finalmente nos hemos contagiado del “tico” (que nos es más que una aberración gramatical de los diminutivos) y en verdad nos hemos transformado en “chiquiticos” o “tonticos”?

Desconozco la respuesta, pero, a ojo de buen cubero, da la impresión que estamos atascados en un tremendo atolladero. Las cosas no están “pura vida” y yo ya no tengo la cara para decirles a mis hijos que todo está “tuanis”.

Tampoco me siento embriagado de felicidad, y aunque no pierdo la esperanza de días mejores, sé que si no nos despabilamos, nos lleva candanga.

El autor es abogado y escritor.