‘Posverdad’ y ‘hechos alternativos’

Antes, como ahora, la distinción entre engaño y autoengaño es fundamental

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El Ministro de Ilustración del Pueblo y Propaganda del III Reich, Joseph Goebbels, había obtenido su doctorado en filología germánica en la prestigiosa universidad de Heidelberg en 1921. Dados los altos estándares de la educación secundaria y universitaria alemana, tal vez entre sus lecturas haya estado la República de Platón. En varios pasajes de los libros segundo y tercero de dicha obra se habla de las “mentiras nobles” que se usan en la educación de los niños y en la conducción de los asuntos públicos, diferentes, según él, de las mentiras propiamente tales en la medida en que las primeras fortalecen la verdad mientras las segundas la destruyen.

Cómo entender tan extraña distinción es algo que el autor olvidó explicar, pero un detalle revelador es que, según Platón, esas “mentiras nobles” deben ser deliberadas; su uso ha de ser voluntario y controlado. Si Platón hubiese defendido abiertamente el uso de mentiras y engaños por parte de los gobernantes y autoridades, habría sido más fácil entender lo que dice y habría estado en compañía de muchos otros; pero, tal como están los textos de su obra, la ambigüedad de lo que afirma sirve para dar trabajo a sus comentaristas, a veces demasiado inclinados a considerar genial todo lo dicho por el más famoso discípulo de Sócrates, aunque tenga consecuencias alarmantes.

El arte del engaño. Desde mucho antes de llegar a ser ministro en 1933, Goebbels llenó, con innumerables anotaciones, miles de páginas de sus diarios, de los que se han ido recuperando partes que quedaron dispersas al terminar la guerra. Sus apuntes muestran con frecuencia su extraordinario dominio de la manipulación de las informaciones, no solo porque usó sistemáticamente la difusión de rumores falsos con el propósito de reforzar el engaño tanto del propio pueblo como de otros, sino porque sabía cómo darle vuelta a la propaganda ajena para provecho del régimen al que sirvió con tanta astucia.

Por ejemplo, si, en sus noticieros, los aliados exageraban el daño causado por un bombardeo sobre alguna ciudad alemana, Goebbels daba órdenes de no desmentir las noticias del enemigo, sino más bien de reforzarlas con las propias. De esta manera, los adversarios se verían tentados a creer su propia propaganda y tenderían a subestimar las posibilidades alemanas de respuesta.

Esa táctica explica por qué los alemanes tomaron por sorpresa a los aliados cuando aquellos lanzaron la ofensiva de las Ardenas en diciembre de 1944. Los aliados no la creían posible, de acuerdo con la información (o, más bien, desinformación) de la que disponían.

En la práctica, Goebbels aplicó lo escrito varios siglos antes de Platón en un pequeño y extraordinario libro titulado El arte de la guerra, atribuido a alguien llamado Sun Tzu. Libro muy popular entre gente de negocios, en él se recomienda inducir al adversario, o a los competidores, a creer que uno está débil cuando está fuerte, que está fuerte cuando está débil, que huye cuando se acerca, que se acerca cuando huye: exactamente lo contrario de la verdadera situación, que el interesado mantiene en secreto.

Eso es lo que intentamos hacer cuando dejamos encendidas las luces de la casa al salir de ella para que los ladrones crean que hay alguien dentro, como si fueran tan poco inteligentes como para caer en la trampa.

Sun Tzu, Platón, Goebbels y otros muchos explicaron o practicaron el uso de mentiras y engaños para incitar creencias equivocadas en el enemigo y en el propio pueblo, pero no cuestionaron la diferencia que hay entre verdad y falsedad. Sin ella no habrían tenido sentido sus esfuerzos por ocultar la verdad mediante el uso de engaños bien planeados. Si no hay tal distinción, entonces tampoco tiene sentido el engaño.

Esencial para la cordura. La idea –propia más bien de algunos filósofos– según la cual nada es verdadero o falso en sí mismo, sino únicamente en relación con quien lo afirma, o con el lenguaje en el que se expresa, habría sido contraria a lo que buscaban. Hasta el filósofo más relativista sabe reconocer fraudes y errores que se pueden expresar en cualquier idioma que tenga el vocabulario requerido y que no dependen de las creencias subjetivas.

Ahora está de moda hablar de “posverdad” y “hechos alternativos”. Detrás de los nombres recientes parece estar la vieja arma de la propaganda, aunque sean novedosos los medios tecnológicos en los que se vuelve a crear la separación entre realidad y creencias. El medio más avanzado conocido por Goebbels fue la radio; en nuestros días son las redes sociales, que Internet hace posible.

Sin embargo, lo fundamental no ha cambiado: difundir falsedades no las hace verdaderas, posverdaderas ni “hechos alternativos”. Si se comprueba que existe algo, tenemos un hecho, no un “hecho alternativo”. Si no se comprueba, no tenemos una “posverdad”, sino una falsedad. Si de lo que se trata es de dominar el arte del engaño, ya Sun Tzu estableció las ideas fundamentales y algunos, como Goebbels, las llevaron a la práctica.

Antes, como ahora, la distinción entre engaño y autoengaño es fundamental para la cordura. Negar la distinción entre verdad y falsedad, o reducir la verdad a la utilidad o a la coherencia, quizá sirva para que algún autor se vuelva famoso entre los incautos, pero no ayuda si uno quiere estar seguro de que el precio de lo que compra no está inflado o de que el combustible que le han puesto al vehículo es el apropiado.

“Posverdad” y “hechos alternativos” parecen ser nuevas formas de autoengaño, para citar la expresión usada por la filósofa Susan Haack al hablar de variadas formas de relativismo. Esto nos lleva a otra idea valiosa, atribuida al físico Richard Feynman: “La ciencia es lo que queda cuando han fracasado todas las formas de autoengaño”. Lo mismo podríamos decir de la realidad.

El autor es filósofo.