Posmodernidad y realidad

Desnudar nuestras verdaderas motivaciones no es algo simple, porque nos hace vulnerables

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Desde hace mucho sospecho que los verdaderos posmodernos no son los jóvenes de las nuevas generaciones, sino las personas de media edad.

Cuando se ve a las generaciones más jóvenes (me refiero a los hijos de las personas de media edad), no se descubre en ellos el deseo del relativismo, de la crítica deconstructivista, de la necesidad de “licuefacción” de la realidad o de la crítica ideológica.

Ellos viven en un mundo fragmentado, líquido y multifacético, y se han adecuado a ello de tal manera que su individualidad y relaciones temporales han terminado por definir los límites de su realidad (entendida como la percepción de lo que existe, de lo que es significativo y objetivo).

En cambio, la personas de media edad se encuentran cotidianamente con el reto de considerar sus condicionamientos histórico-sociales a la luz de su vinculación ideológico-afectiva. En otras palabras, las personas de media edad consideran ineludible el desafío de ser críticos, provocadores de transformaciones y pragmáticos en la sociedad que les ha tocado en suerte.

Esta condición los lleva a distanciarse objetivamente de todo discurso, a relativizar toda opinión por ser sospechosa y hasta fundamentar sin límite los propios sentimientos desde algún criterio lógico.

Las personas de media edad con sus opciones han creado, mantenido y relativizado un sistema social que creían dominar, encauzar y comprender, pero al fin de cuentas se descubren sobrepasados.

Esto no es de extrañar, los verdaderos posmodernos no son más que herederos del modernismo en su expresión más sublime, que ha dado como resultado las actuales sociedades posindustriales.

La única diferencia entre los posmodernos y sus progenitores es que para estos últimos la libertad de elección ideológica no estaba condicionada por las afecciones suscitadas en los conflictos de la primera mitad del siglo XX.

Aunque algunos lo quieran negar, en las personas de media edad existe una relación directa entre afectos y razón objetiva. La filosofía posmoderna ha desenmascarado los sutiles mecanismos de ocultamiento de la afectividad en la lógica más aguda: pensamos conforme sentimos y usamos la ideología para aventurarnos en el juego del poder.

El binomio “ideología y poder”, como complementos en la comprensión de la realidad, implica discusión ciega, negación del diálogo y de los esfuerzos de comprensión de lo diverso. En fin, es una manifestación afectivo-emocional más que razonamiento objetivo.

La muestra la tenemos en las infantiles batallas puestas en escena en todos los Parlamentos del mundo.

Carteles con insultos, lanzamiento de tomates y lechugas, gritos y gestos ofensivos, sin olvidar el reto a los duelos de honor y la lucha a golpes, caracterizan los espacios de “sublime” manifestación democrática: estos se han transformado en material audiovisual de entretenimiento. ¿Quién toma en serio los sueños políticos sino aquellos que quieren usarlos como arma en contra del adversario? Una vez pasada la tensión se olvidan los sueños.

El origen de toda esta situación se encuentra en la educación “moderna”, es decir, aquella desarrollada bajo la égida de la razón como criterio último y absoluto del actuar humano, que mantenía que la patria era el lugar espacial y geográfico de la plena realización de la razón.

Desarticuladores permanentes del razonar. Las generaciones de media edad, formadas bajo los principios de la razón moderna, comenzaron a sentirse insatisfechas porque los avances tecnológicos, la comunicación eficaz e instantánea, la concentración urbana y el acceso a una educación más universal hicieron de ellos contestadores desarticulados de la realidad.

Una de las expresiones más claras de esta situación es la alianza de partidos ideológicamente contrapuestos para acceder al poder.

El mensaje está claro, el poder es más apetecido que la razón objetiva o los ideales políticos: estamos en el reino del pragmatismo y del utilitarismo.

Esto demuestra, por otro lado, que la posmodernidad tiene que ver con aquellas personas que luchan por un lugar social de relevancia, las de media edad, porque son los desarticuladores permanentes del razonar.

Los jóvenes de hoy no parecen tener estos ideales de conquista del poder, porque fácilmente se contentan con obtener los dulces de la autocomplacencia afectiva. Más que el poder, buscan el placer; por eso, son mucho más coherentes que las generaciones de media edad, aunque a estas últimas les parezca todo lo contrario.

Los jóvenes no necesitan de la ideología para dar sentido a su vida, son mucho más simples porque viven en la simple constatación “me gusta, no me gusta”, que puede aplicarse a todo: imágenes, ideología, trabajo, diversión, sueños, decisiones o sentimientos.

De aquí la evanescencia de sus actitudes existenciales, así como algo es apetecible hoy y mañana no, los jóvenes cambian de opinión desde la emoción subjetiva. Como consecuencia, la ideología no pervive en todas las dimensiones de su vida como algo central, sino solo en algunas de ellas en donde es funcional.

La ideología no está ligada al sueño del poder en las nuevas generaciones, sino que este último se vincula al acceso económico como un medio para satisfacer el deseo.

Coincidencias. Si nos fijamos bien, empero, las personas de media edad y los jóvenes no son tan diferentes, ambos grupos reaccionan ante el mundo desde lo afectivo. Lo que sí es diverso en ellos son los mecanismos por los que tratan de comunicar esa reacción. Unos, desde la ideología racionalmente formulada, los otros, desde los sentimientos y deseos. Pero ambos sostienen de manera absoluta la verdad de su afecto.

Este es el quid de la cuestión, que tantas veces nos aleja y destruye, impidiéndonos el diálogo. No analizamos las auténticas motivaciones personales, no vamos a la profundidad de nuestro ser con sinceridad y transparencia. Sin esa capacidad de autocrítica no se puede construir una comunicación eficaz, porque vivimos en el autoengaño, sea ideológico o emocional. De allí viene el doble juego, las traiciones y el caos en la interrelación, las falsas vinculaciones ideológicas.

Autenticidad. Desnudar nuestras verdaderas motivaciones no es algo simple, porque nos hace vulnerables. Pero, por ello, nos hace más auténticos y dispuestos a abrirnos a los demás. En fin, nos hace más racionales, porque hace manifiesto en el pensar un elemento esencial de la realidad: nuestros afectos.

El mundo humano no es lógicamente puro, sino caóticamente plural. Pensar en ese mundo, tratar de comprenderlo en su dimensión social, no puede ser una tarea de mera aplicación ideológica y, por tanto, la formulación y el desarrollo de lo político tampoco lo es.

¿No es cierto que la propaganda política más eficaz es aquella que toca los sentimientos de las personas? ¿Cuánta opinión no se genera en los diversos espacios de los reality shows (no solo los organizados como tales, sino todo otro tipo de presentación de la realidad emocional o afectiva en una gran variedad de comunicaciones de masa)?

El problema estriba en separar lo afectivo de lo racional, o bien en utilizar lo racional en función de lo afectivo, o simplemente prescindir de lo racional para aceptar lo afectivo. Todas estas son soluciones ingenuas a los retos de nuestra época.

Hay un punto elemental, por ser el fundamento de todo pensar contemporáneo objetivo y dilucidador: no seremos capaces de comprender la realidad si antes no nos comprendemos a nosotros mismos en la experiencia afectiva. Y esto nos lleva a otro corolario: comprender el propio afecto significa no dejar de lado la crítica racional a nuestro deseo.

Y todo esto porque producción, mercado, consumo, distribución y comercialización de los bienes materiales dependen directamente de nuestra capacidad de comprensión de la realidad. No basta la objetividad de los datos que describen la situación de una sociedad, conocerse en el plano afectivo, criticarse en el deseo y abrirse a las consecuencias que este conocimiento implican para el recto pensar son elementos básicos de humanidad.

Víctor Ml. Mora Mesén es franciscano conventual.