Perdón, don Braulio

Otros expresidentes o jefes de Estado tendrían razones para estar más felices

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Pobre don Braulio. El arquitecto del Estado costarricense tiene una de las estatuas más feas de San José. Solo la iguala, quizás, la esmirriada Ana Frank colocada al costado sur de la catedral.

El bronce dedicado a Carrillo está en el parque que se llama como él, pero al que todos insistimos en llamar La Merced. Es decir, tratamos de honrarlo con algo horrible y encima lo ninguneamos.

Es cierto que en vida los enemigos le apodaban Sapo de Loza, pero tampoco es para tanto; no es justo que después de muerto lo recordemos con una figura a la que cualquier peatón distraído podría confundir con un duende irlandés tropicalizado. Don Braulio merece más.

Lo veo a diario y siento siempre la misma pena. ¿Cómo es posible que se pretenda recordar con ese adefesio al hombre que –pongo solo un ejemplo– previó la importancia de conectar el centro del país con el Caribe? Europa tenía plata y al país la plata le caía muy bien.

Es cierto, llevan su nombre la carretera 32 y el bellísimo parque nacional que esta atraviesa, ampliado recientemente en casi 2.400 hectáreas y que disfrutamos cada vez que un viaje nos lleva hacia el Atlántico.

Este es un honor grandísimo, pero la estatua es una mancha en el libro de la historia nacional que debería llevarnos a pensar qué hacer con ella.

Otros expresidentes o jefes de Estado a quienes se honra en el casco josefino tendrían razones para estar felices. El monumento a Juanito Mora es hermoso con todo y su ángel; Juan Mora Fernández descansa en un rincón agradable, entre el Teatro Nacional y el Gran Hotel Costa Rica, bajo un roble de sabana que en el verano lo baña con flores; León Cortés abre el paseo Colón e invita a entrar a la ciudad; a la sombra de los viejos falsos corchos del Jardín de Paz, Daniel Oduber da un discurso, brazo izquierdo en alto, como si lo dirigiera a Julio Acosta, que oye sentado desde su pedestal de mármol en el parque Morazán.

Mientras tanto, el pobre don Braulio sigue tratando de mantener el equilibrio en las alturas de ese rincón josefino donde lleva tan mal el otro exilio entre palomas irrespetuosas, borrachos en los poyos y escapes de buses y de automóviles.

¿Qué hacemos con esa dizque escultura? ¿La quitamos?, ¿la fundimos y mandamos a hacer una nueva?, ¿le ponemos otra placa ofreciéndole a don Braulio las disculpas del caso?

El autor es periodista.