¿Para qué sirven las leyes?

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Este ingenuo cuestionamiento, que tanto se podría formular un niño de corta edad como el más inquisitivo filósofo, tiene plena validez en nuestro país.

Los ciudadanos nos hemos acostumbrado, con la apatía que nos caracteriza, a presenciar la constante transgresión de las leyes, que supuesta y teóricamente nos rigen. Se irrespeta la vida humana; vivimos atemorizados tanto en nuestros hogares como en las calles. Peligramos si nos trasladamos a pie, al igual que si lo hacemos en un vehículo de cualquier tipo. Estamos constantemente expuestos al asalto, al robo, a la agresión. Antes era: "la bolsa o la vida", ahora es: "la bolsa y la vida".

Sabemos que existen las leyes, pero valdría la pena preguntarse a quiénes protegen estas normas jurídicas. Definitivamente al ciudadano que conforma la mayoría de la nación, al que trabaja honradamente y carece de poder político y económico, al que se siente agredido, al que se le imponen los mayores sacrificios y carece de privilegios, en muchos casos la ley lo ignora; la busca y no la encuentra. El agresor, el asaltante, el que altera el ordenamiento jurídico, ese por lo general resulta ser el inocente.

Desearía exponer a los lectores un caso, en el que al igual que en muchos otros, a todo lo largo y ancho de nuestro territorio, se incumplen varias leyes a la vez dentro de la más absoluta impunidad. En este país, en el que muy pronto se podrá decir que hay más cantinas que maestros y más ebrios que estudiantes, florecen día a día cantinas, bares, centros nocturnos, discotecas, etc. Escazú, el segundo de los cantones de la provincia de San José y uno de los más antiguos, pasó de ser una comunidad absolutamente rural, rica en tradiciones y poblada por auténticos y honestos campesinos, a convertirse en una zona residencial de familias honorables quienes, atraídas por la belleza del paisaje y la bondad del clima, decidieron abandonar el bullicio de la capital, alejarse del mundanal ruido y establecer aquí sus moradas. Pero a partir de unos pocos años, por la falta de un plan de desarrollo urbano y de una clara delimitación de zonas, lo que fue remanso de sosiego y tranquilidad, ha venido siendo invadido por una variadísima gama de centros nocturnos, que pretenden desplazar a los vecinos y convertir la zona en un reino de vicio y corrupción.

Entre los numerosos centros comerciales, presuntos monumentos al "progreso", que recientemente se han instalado en esta zona, algunos de ellos albergan bares y discotecas que perturban el sosiego nocturno de los vecinos y deterioran su calidad de vida. Inclusive, algunos están ubicados en sitios en los que el reglamento a la ley de licores prohíbe el expendio de bebidas alcohólicas debido a la cercanía de escuelas, iglesias, centros de deporte, etc.

No obstante que la Constitución Política garantiza al ciudadano el derecho a la vida y por ende el sagrado derecho al descanso, este ha sido violado al contaminarse el entorno de los mencionados lugares con todo tipo de ruido. No solo el que emana de los conjuntos musicales y estridentes equipos de sonido, sino también el que producen los vehículos en que a gran velocidad se trasladan los visitantes y que se prolongan hasta altas horas de la madrugada.

A pesar de que la Ley de caminos y carreteras prohíbe la obstrucción de vías públicas, el excesivo número de vehículos que se congregan en las cercanías de estos negocios, obliga a estacionar a ambos lados de la calle, en vías angostas y de doble tránsito, que además carecen de aceras.

Se bloquean las entradas de las casas de habitación, con el consiguiente riesgo de que se presente una emergencia médica o de cualquier otra naturaleza. Además, el vecino que decida salir de su casa es muy posible que no pueda volver a entrar sino hasta el día siguiente. Quienes visitan los mencionados lugares no se contentan con permanecer en ellos sino que, cerveza en mano y profiriendo gritos que provoca la euforia del alcohol, deambulan por las calles. Escándalo en la vía pública, sancionado por el Código Penal. Por otra parte, los clientes que abandonan el sitio en la madrugada no lo hacen en estado de total sobriedad, transgrediendo así una disposición de la ley de tránsito al conducir, luego de haber ingerido alcohol. ¿Verdad que sí tiene sentido preguntarse para qué existen las leyes?

Como estos centros comerciales no se han instalado en un desierto y el grupo de vecinos afectado directamente es considerable, se ha buscado la protección de la ley y se ha recurrido a las instancias administrativas que corresponden. Pero después de varios meses de espera no ha habido respuesta ni manifestaciones de apoyo de ninguna índole. La Municipalidad pareciera que ha concedido más patentes de licores. La Gobernación de San José, encargada del orden público en la provincia, aparentemente ha ignorado las quejas. Nos resta únicamente la esperanza de la gestión ente la Defensoría de los Habitantes, a la que hemos visto actuar en conflictivas situaciones con valentía, eficiencia y coraje.

Saltan inmediatamente las preguntas: ¿Cómo pueden transgredirse tantas leyes impunemente? ¿A qué sombra se amparan quienes así proceden? "¿Qué privilegios tuvieron/ que yo no gocé jamás?", como dice Calderón de la Barca.

Descartemos definitivamente la presunción de que medien móviles que no sean absolutamente transparentes, ya que quienes aparecen como supuestos dueños o administradores de estos lugares son ciudadanos de reconocida honorabilidad y solvencia moral. Hasta el momento, paradójicamente, la única disposición reciente que guarda relación con el problema expuesto es la eventual modificación al Reglamento de la ley de licores, que expresamente prohíbe el expendio de bebidas alcohólicas en las cercanías de escuelas, iglesias, centros de salud, plazas de deportes y que ha sido anunciada en algunos medios de comunicación. Medida esta que desautorizaría lo resuelto sobre la materia por la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia y contribuiría a fomentar el vicio y el irrespeto a iglesias y escuelas, templos de la fe y la educación del pueblo costarricense. Confiamos en que el Poder Ejecutivo, consciente de la trascendencia de tal modificación, mantenga la norma tal y como se encuentra estipulada.

De lo contrario, ya lo único que esperarían los indefensos vecinos es que se amplíe el decreto ejecutivo, ordenando que se clausure la iglesia, que se cierre la escuela y que los vehículos puedan estacionar en la plaza de deportes. Y que si esto no fuera suficiente, se decrete la pena de muerte para los vecinos que han osado vivir desde hace cerca de cuarenta años en las proximidades de estos sitios que recientemente han surgido. Se cumpliría así una vez más el refrán: "De fuera vendrá quien de casa nos echará".