Para abolir la ignorancia, actuemos

No hay educación sin abundantes recursos económicos

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Funcionarios de gobierno, dirigentes políticos y autoridades académicas coinciden en que debe ser reformado y reforzado el sistema educativo costarricense, si es que en verdad queremos evitar que Costa Rica se convierta para siempre en un país de peones y en una sociedad dividida por la más injusta distribución de las oportunidades. Todos estamos de acuerdo en que en el futuro inmediato -si no en el presente- no hay recurso material que valga para promover el desarrollo, si los seres humanos a quienes debe beneficiar ese desarrollo carecen de capacidad para adaptarse a las cambiantes condiciones tecnológicas, económicas, sociales y políticas del mundo. Y todos sabemos que esa flexibilidad, base de la competitividad impuesta por la globalización, se puede alcanzar tan sólo en la medida en que los integrantes de la sociedad hayan recibido y estén recibiendo una sólida educación.

Ya es un lugar común mencionar sociedades que, pese a una incuestionable carencia de recursos naturales en sus alrededores y pese a sufrir condiciones climatológicas difíciles, han logrado, en el desarrollo humano y material, impresionantes avances atribuibles únicamente a sus logros educativos. En modesta medida, nuestro país ha sido, hasta ahora, ejemplo de lo que podríamos llamar el rédito educativo. Pero es lamentable, precisamente, que hayamos comenzado a retroceder en un ámbito que tan positivamente nos distinguió en el pasado. Más lamentable aún es que persistamos en no ir más allá de los diagnósticos. Lo importante, ahora, sería proponer soluciones, en el entendido de que la transformación educativa es imposible sin un incremento sustancial de los recursos económicos asignados a ese fin.

Y no se trata únicamente de los eventuales costos de la infraestructura, del equipamiento y de la capacitación del personal. Se trata también del acondicionamiento social que ponga la mejor educación al alcance de toda la niñez y de toda la juventud. Los costarricenses no podemos blasonar de que tenemos acceso igualitario a la educación, mientras no hayamos eliminado el creciente abismo de calidad existente entre la educación general pública y la educación privada; mientras las universidades públicas se sigan elitizando, no por designio propio, sino como consecuencia de ese abismo antidemocrático, mientras la madre sola que trabaja no pueda mantener a sus hijas e hijos en el colegio hasta el final de la enseñanza media, y mientras las estadísticas señalen que casi la mitad de los adolescentes de nuestro país están fuera del sistema educativo por razones socioeconómicas. En suma, la más hermosa y prometedora propuesta educativa carece de sentido si no se garantizan los recursos económicos necesarios para su aplicación y no se prevén medidas sociales que permitan distribuir democráticamente los beneficios de ese esfuerzo económico.

No me cansaré de insistir en que este grave y urgente problema del deterioro educativo exige acciones inmediatas. Es posible que los mitos sobre nuestra superioridad educativa sigan alimentando el desinterés y la indolencia de muchos costarricenses. Aun en Estados Unidos, país al que no vacilamos en atribuirle, si no el más elevado, uno de los más elevados niveles educativos del mundo, se ha levantado la voz de Robert Reich, Secretario de Trabajo, para afirmar que, teóricamente, la gran mayoría de los estadounidenses podrían estar mejor educados para llenar la creciente demanda de personal bien formado y especializado. En un rapto de pesimismo que yo no quisiera repetir entre nosotros, Reich afirma que "sin embargo, es muy poco probable que esto ocurra en la práctica, ya que de acuerdo con estimaciones generalmente aceptadas, un programa de educación y capacitación efectivo costaría más de 170.000 millones de dólares anuales".

Tal suma equivale a más del 60 por ciento del gasto militar de Estados Unidos, lo que nos lleva nuevamente a comentar la crueldad intrínseca de un sistema que sacrifica lo más valioso de una sociedad -la inteligencia y la creatividad de sus miembros- en aras del insano dispendio militar. Debemos aprovechar esta oportunidad para repetir ante nuestros hermanos latinoamericanos la invitación a reducir el gasto militar en beneficio de la educación, y para recordarnos a nosotros mismos que ya agotamos ese recurso y, por lo tanto, debemos encontrar otros. Estoy seguro de que alguna lectora o algún lector se preguntará donde podríamos obtener las sumas necesarias para mejorar nuestra educación. Para comenzar, no parece siquiera mencionable la vía de los impuestos. Un examen del presupuesto nacional no nos ofrecería salida, a menos que echásemos una mirada al rubro destinado al pago de la deuda interna. Si esa deuda se redujera sustancialmente, de igual manera se reduciría la carga por intereses y ahí se abriría para nosotros -sin otro ejército que abolir- una gran posibilidad de crear un fondo permanente para mejorar la calidad de la educación.

Ahora bien, ¿cómo reducir significativamente la deuda interna? En mi anterior artículo, Privatización para abolir la ignorancia, sugerí la posibilidad de vender al sector privado algunos de los activos que forman parte del patrimonio de las llamadas empresas estatales. Entre estas, como sabemos, son contadas las que alcanzan dimensiones apropiadas para que la venta de una parte de sus activos sea prometedora en relación con el objetivo aquí planteado.

Así las cosas, es hora de que pasemos a discutir una opción concreta, perfectamente justificable. Me refiero a la empresa de telecomunicaciones que forma parte del Instituto Costarricense de Electricidad. Aun cuando todavía no se haya hecho la segregación jurídica y administrativa que definirá a esa empresa como un ente separado, lo cierto es que se trata de un componente distinguible al cual se le puede fijar un valor. En Panamá se lleva a cabo actualmente un proceso de privatización de la empresa telefónica estatal y, según los entendidos, sus características y sus dimensiones son semejantes a las del sistema telefónico costarricense. Por eso, el resultado de la operación panameña nos daría una indicación aproximada de cuánto se obtendría con la venta de, por ejemplo, el 49 por ciento de los activos del ICE en el área telefónica.

Supongamos que, como piensan algunos, Panamá obtiene 1.000 millones de dólares con la venta de la mitad de sus telecomunicaciones. Si en nuestro caso la venta de ese 49 por ciento nos genera un monto similar, vale decir, casi 200.000 millones de colones, esta suma podría, entonces, ser utilizada para reducir considerablemente nuestra deuda interna.

Pero eso no sería todo. De acuerdo con ciertas estimaciones, el ICE deberá invertir, en desarrollo energético y desarrollo telefónico, las sumas de 250 millones y 150 millones de dólares anuales, respectivamente, durante los próximos diez años. Esto equivale en la actualidad a casi 80.000 millones de colones por año, varias veces la financiación de las universidades públicas y bastante más que las necesidades del sistema de educación general actualmente atendidas.

Para contar con tan ingente cantidad de recursos, el ICE deberá recurrir al endeudamiento externo -difícilmente disponible-, al aumento de las tarifas por servicios o a una combinación de ambas cosas. La otra opción sería la subvención estatal directa, desde el presupuesto nacional, lo que significaría, precisamente, una inaceptable reducción de la inversión social del Estado.

Este es, en suma, el cuadro dentro del cual los costarricenses debemos definir nuestras prioridades. Es bien sabido que el conocimiento se duplica cada cinco años en algunas áreas tecnológicas. Entre estas, la de las comunicaciones es una de las que se renuevan con mayor celeridad. Por ello, es muy improbable, por no decir imposible, que el Estado costarricense pueda, sin descuidar otras áreas de interés prioritario, mantener el ritmo de inversión que eso exige. La privatización, total o parcial, del sector telefónico se presenta, así, como una opción óptima, una opción que se debe adoptar pronto. Lo que necesitamos es conseguir el apoyo de 29 diputados. Si dedicamos los próximos diez años a buscar el consenso -y la excusa de buscar el consenso antes de actuar no es sino la aceptación de que se carece de liderazgo- terminaremos por actuar cuando nos obliguen las circunstancias, es decir, cuando el sistema de teléfonos se haya rezagado tecnológicamente hasta un punto en que su valor será insignificante.

Lo más triste de todo es señalar que un país de peones no necesita teléfonos inalámbricos.