Padura y las antiutopías cubanas

Las utopías colapsadas generan dolor; también buenas novelas, como las de Leonardo Padura

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Las utopías, esos esquemas totalizantes que nos convocan a la obediencia prometiendo mundos perfectos donde seremos felices, generalmente han nacido de los ímpetus morales y políticos, no literarios.

Más bien, la buena literatura, aunque no se lo proponga, es en esencia antiutópica. Porque la buena literatura despliega altas dosis de complejidad, ambivalencia, incertidumbre y frustraciones. En ella no hay respuestas fáciles, sino preguntas incómodas, a menudo sin respuestas; los seres humanos muestran sus múltiples torceduras; la realidad, sus contradicciones. La única perfección que busca es la del acto creativo –pero sin un canon único–, no la de los personajes, sus intenciones o entornos. Las utopías son fórmulas cerradas; la literatura, turbulencia abierta.

Pero también hay una buena literatura que, de manera deliberada, se vuelca a exponer, denunciar y subvertir lo utópico, en particular su manipulación como coartada para legitimar aberraciones políticas, fracasos sociales o colapsos económicos.

Durante el último medio siglo, un destacado grupo de escritores cubanos se ha dedicado a esta tarea con estrategias, visiones y recursos disímiles. Sus resultados también lo son, pero si en algo confluyen los más relevantes de ellos, es en rechazar el facilismo panfletario como recurso discursivo. Al contrario, carcomen la utopía y revelan la realidad que la rechaza desde el relato mismo, sus protagonistas, el ambiente que estos pueblan y el lenguaje que hablan o escriben.

Padura y los otros. Leonardo Padura, el más reconocido de ellos, visitará el país entre el 22 y 25 de este mes, como invitado de la Academia de la Lengua. De su generación literaria también forman parte otros tres grandes autores antiutópicos: Pedro Juan Gutiérrez (1950), Abilio Estévez (1954) y Reinaldo Arenas, quien los precede en una década.

La amplia producción novelística de Padura, que comenzó en 1988 con la publicación de Fiebre de caballos, puede dividirse en dos grupos: las novelas policíacas de Mario Conde y aquellas que prescinden de él o, como Herejes, lo hacen competir con personajes más interesantes.

Conde es un investigador criminal: activo en algunas de sus novelas; jubilado en otras. Actúa envuelto por referentes literarios, una tribu de amigos, el desdén por la autoridad constituida, el desencanto crónico y un abatimiento que se crispa cuando se sumerge en el ron, el sexo o la mezcla de ambos.

A su alrededor, Cuba –o, más bien, su hábitat habanero– se desmorona en todos los sentidos literales y simbólicos posibles. La utopía proclamada como justificación de la dictadura, incapaz de resistir la realidad, revela su fracaso por medio de los detalles: el funcionario venial, el diplomático privilegiado, el parque derruido, la promiscuidad impuesta por la falta de vivienda, los soberbios edificios neocoloniales en ruinas, las “jineteras”, los jóvenes vacíos de sueños, el absurdo burocrático, los amores y amigos ausentes. Y la extendida corrupción. Por lo general, el dogmatismo que viene del poder central se salva de sus salvos. Quizá sea una estrategia de supervivencia del autor.

De este modo, las novelas de Conde no solo nos confrontan con tramas fascinantes y personajes que, aunque recurrentes, superan la rigidez; también nos acerca a la antiutopía de la vida cotidiana y al fracaso diario de un proyecto que se niega a reconocerlo.

Obras mayores. La novela de mi vida (2002), El hombre que amaba los perros (2009) y Herejes (2013), en cambio, no solo buscan –y alcanzan— apetitos literarios más ambiciosos. También otorgan a la tensión entre utopía y realidad, arenga y realidad, o hipocresía y autenticidad, una dimensión más central en los relatos.

“La verdad histórica era la puta más complaciente y peor pagada de cuantas existían”, leemos en La novela de mi vida, que confronta, en planos temporales disímiles, dos perturbados regresos a Cuba: el contemporáneo de Fernando Terry, obsesionado por concluir una presunta autobiografía de José María de Heredia, “insuperable progenitor de la cubanía poética”, y el del propio Heredia a La Habana del siglo XIX.

Las salidas forzadas, los desencuentros, las mentiras, las traiciones y las realidades adversas se entrelazan con sutileza y eficacia, tanto en esta como en sus otras dos novelas mayores.

El hombre que amaba los perros recrea parte de las vidas de Trotsky y de Ramón Mercader, su asesino por encargo de Stalin, finalmente protegido en Cuba. Su arquitectura narrativa, la evolución de los personajes y el choque entre la individualidad y el poder, que se revela con total cinismo, hacen de ella su mayor logro narrativo. Es, también, su más explícito manifiesto contra el modelo totalitario disfrazado de utopía.

En ella nos sumergimos en ese mundo agobiante y perverso, proclamado como ideal, en el que, reflexiona Liev Davídovich, mentor soviético y comisario de Mercader, “quien no fuese víctima sería cómplice y, más aún, sería verdugo”. El mismo personaje revela al futuro asesino de Trotsky una de sus primeras enseñanzas al ingresar a la policía política: “El individuo no es una unidad irrepetible, sino un concepto que se suma y forma a la masa, que sí es real”. Y en una referencia implícita a la manipulación de las utopías, reconoce: “Importa el sueño, no el hombre, y menos aún el nombre. Nadie es importante, todos somos prescindibles”.

Al desmenuzar estas realidades, sin embargo, las novelas de Padura dicen algo distinto al mensaje de Davídovich: los seres humanos no solo importan, sino que poseen emociones únicas y son capaces de aplicar un discernimiento que les permite comprender lo peor de sus manipuladores, aunque a menudo simulen someterse a ellos.

Es en Herejes donde la volición y tenacidad humanas se ponen de manifiesto con mayor fuerza. De nuevo las tramas y tiempos se entrelazan en ellas, esta vez con un aliento más amplio: una saga de familias judías que se hilvana, alrededor de un cuadro de Rembrandt, desde el Ámsterdam del siglo XVII hasta La Habana del 2007. En ambas ciudades y tiempos la intolerancia y el oportunismo, pero también la solidaridad y el amor filial y carnal, se revelan como constantes del quehacer humano.

A veces las experiencias conducen al endurecimiento: “El país fue más real y más duro, y ellos se tornaron más desencantados y cínicos”. Pero también llevan a conclusiones de gran lucidez humana, como esta, que cierra Herejes:

“Solo vale la pena militar en la tribu que tú has elegido libremente. Porque si cabe la posibilidad de que, de haber existido, incluso Dios haya muerto, y la certeza de que tantos mesías hayan terminado convirtiéndose en manipuladores, lo único que te queda, lo único que en realidad te pertenece, es tu libertad de elección. Para vender un cuadro o donarlo a un museo. Para pertenecer o dejar de pertenecer. Para creer o no creer. Incluso, para vivir o para morirte”.

Se trata, a la vez, de un rechazo de la utopía como designio y de un abrazo a la autonomía de los seres humanos, fuera de moldes externos.

La generación. En medio de sus grandes diferencias, esta misma línea, además del nexo generacional, vincula a Padura con Arenas, Gutiérrez y Estévez.

El más visceral, desgarrado, trágico y torturado de ellos fue Reinaldo Arenas, consecuente como ninguno con su homosexualismo militante y su rechazo al dogma cuando era más riesgoso proclamarlo. El precio resultó extremo.

Su autenticidad y talento literario los llevó hasta las últimas consecuencias, y el régimen respondió con la frialdad de los peores métodos, incluida la prisión. Su producción inicial, de cierto desafío festivo, concluyó con sus grandes obras de madurez y desplome: la autobiografía Antes de que anochezca, y El color del verano, una novela casi total que es, a la vez, un feroz ajuste de cuentas con su entorno. Enfermo de sida, Arenas murió el 7 de diciembre de 1990 en su exilio de Nueva York, por una deliberada sobredosis de drogas y alcohol.

Las drogas, el alcohol y el sexo desmedido son una constante en la novelística de Pedro Juan Gutiérrez, una especie de Charles Bukowsky habanero, que llegó a la literatura desde el mismo “realismo sucio” que caracteriza su obra.

“Yo me estaba endureciendo. Tenía tres opciones: o me endurecía, o me volvía loco, o me suicidaba. Así que era fácil de decidir: tenía que endurecerme”, dice el protagonista de “Yo claustrofóbico”, parte de Trilogía sucia de La Habana, su obra más conocida y exitosa. Publicada en España en 1998, fue parte de un arrebato creativo del que también surgieron en un lapso de apenas cuatro años El rey de La Habana y El insaciable hombre araña.

Gutiérrez desciende a las peores profundidades de la decadencia, llenas de mendigos, basura, promiscuidad y un lenguaje desafiante al punto de la procacidad. Más que marginales, sus personajes son excrecencias de la utopía.

Abilio Estévez, autor de novelas cruciales como Tuyo es el reino (1997) y Los palacios distantes (2002), es el más denso, más profundo, más esencial y más metafórico de los cuatro. También es el menos narrativo. En sus novelas –al igual que en sus cuentos de El horizonte y otros regresos – la acción tiene una dimensión real y otra que debemos imaginar en lo que podría ocurrir. Se trata de una especie de narración suspendida.

Así ocurre en Tuyo es el reino, donde los habitantes de la finca La Isla, cercana a La Habana, enfrentan un desastre natural inminente, movido por fuerzas inaprensibles e incontrolables: “Con este tiempo, con la ventolera, con la lluvia que no acaba de caer (es como si estuviera cayendo), la Isla parece que grita sí, es cierto, todo va a ser destruido, tanta belleza debe, tiene, que desaparecer”. La metáfora nacional es clara.

Las reliquias. En Los palacios distantes, el habitante desplazado de un edificio decadente logra anudar su vida con la de una prostituta y encontrar, en un teatro ruinoso habitado por Fuco –especie de duende–, un refugio que los acoge, perturba e interroga.

Allí han sobrevivido, como objetos de su veneración personal, vestidos de Rita Montaner, Celia Cruz, Benny Moré y Alicia Alonso, manuscritos de varios escritores, instrumentos de músicos famosos, pinturas de artistas esenciales, la camisa ensangrentada de un héroe y hasta el mantel sobre el que falleció el icónico compositor Julián del Casal; es decir, un compendio de cultura cubana. Al referirse a esa colección de rarezas olvidadas, Fuco declara:

“Necesito todas las reliquias de la patria, no las reliquias que llaman sagradas, sino las otras, las verdaderas, las reliquias profanas, esas que no son épicas, las que no sirven como arma de guerra”.

Mediante Fuco hablan las víctimas de la Historia (con su mayúscula impuesta por el poder) quienes reconstruyen desde lo humano-concreto la historia propia que desean vivir, pero no pueden hacerlo. Es la misma humanidad que se revela en las novelas de Padura, sea alrededor de un caso policial, un lienzo olvidado, un poeta que toma vida, o un célebre asesino que, al margen de su perversión, todavía actúa con la complejidad de una persona.

Ninguno de estos personajes, ni tampoco sus historias, puede ser parte de la utopía. Por esto, de la mano de los cuatro autores, además de padecerla y exponerla, la rechazan o se rebelan ante ella.

El autor es periodista.